—¿Qué me ha ocurrido, amigo Sancho? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde
estoy? No acabo de entender… ¡Qué extraño! Me siento… cansado —dice
apesadumbrado Don Quijote con un débil hilo de voz.
—No os preocupéis, mi señor, ya
vendrán tiempos mejores. Descansad —le responde Sancho con ternura mientras
posa su ruda y curtida mano sobre el hombro de aquél, como si quisiera arroparlo dándole calor.
Don Quijote, invadido por la
melancolía, yace lánguido, decaído,
abatido y derribado. Sancho, conmovido, lo observa y solo ve a un niño perdido,
necesitado de consuelo y protección, frágil e indefenso como nunca antes lo
había visto. Lo contempla y se pregunta si será consciente de lo triste que
resulta ahora su absurda y ridícula indumentaria. De nada sirven ya su
armadura, su escudo y su espada, convertidos de repente en objetos de juguete;
con la capa arrugada y a medio caer, más parece un héroe vencido y fracasado.
Ambos reflejan tristeza y pesar en sus miradas, uno
por sí mismo, otro por su señor. Ante la irrealidad de don Quijote, Sancho en
su sabiduría se dice a sí mismo: «Ay, qué voy a hacer con él, si no es más que
un niño sumido en su fantasía…»