Y me dio un beso de
película que, de no ser porque me tenía fuertemente asida en un abrazo, me
habría desmayado de la impresión y de puro placer. Una semana después, me dijo
que yo ya era su mujer.
Sin embargo, a veces la memoria es quebradiza, y solo unos
meses más tarde él ya no recordaba aquel beso —el primero—, ni el flechazo.
—Lo siento. El día que lo recuerde, te lo diré— me prometió.
«Puede ocurrir que, cuando llegue ese día, si es que llega,
yo esté muy lejos y no tengas a quién
decírselo», pensé yo.
Me decepcionó. Nunca habría imaginado que él pudiese pertenecer
a la famosa escuela en la que muchos hombres han obtenido una titulación cum
laude, la de Mujer conquistada, mujer
olvidada.
Ha pasado el tiempo. Y yo, que tengo un máster en Paciencia y un doctorado en Fe y Esperanza, sigo aguardando a que
recuerde nuestro primer beso.
Mientras, me siento frágil y efímera, como una amapola. Envidio
su jardín, y, a veces, quisiera ser romero, jazmín o una ramita de perejil,
para que él me regara y refrescara mi tierra.
¿Y si sucediera una tragedia aún mayor? Si a mí la memoria
me jugara una mala pasada… Definitivamente, sería un beso olvidado.