Carlos II, último monarca de la
casa de Austria en España, murió sin descendencia el 1 de noviembre de 1700. En
su lecho de muerte, tras largas vacilaciones, nombró como su sucesor al duque
de Anjou —nieto de su hermana María Teresa de Austria y de Luis XIV de Francia—,
que fue proclamado rey con el título de Felipe V, primer Borbón en el trono
español. Esta decisión provocó el inicio de la guerra de Sucesión que enfrentó
al nuevo monarca con los partidarios del Archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo
I de Habsburgo y Margarita Teresa de Austria, también hermana de Carlos II.
Felipe V, a sus diecisiete años,
era joven y apuesto, pero inseguro y depresivo, por lo que fue su abuelo Luis
XIV quien, desde el principio, tomó las riendas de su reinado. El rey Sol acordó
para su nieto una boda de Estado, y la princesa elegida fue María Luisa
Gabriela de Saboya, hija de Víctor Amadeo II, duque de Saboya y rey de Cerdeña,
y Ana María de Orleáns.
María Luisa abandonó su Turín
natal con solo trece años, tras casarse por poderes, convertida en reina
consorte. A principios de noviembre de 1701, su esposo acudió a recibirla a
Figueras y, desde el primer momento, quedó prendado de ella. Era apenas una
niña, y de pequeña estatura, aunque dotada de una gran inteligencia, encanto
personal, amabilidad y dulzura.
Los comienzos de este joven
matrimonio no fueron fáciles: no se conocían; no hablaban el mismo idioma;
ambos habían dejado sus respectivos países, Francia e Italia, y debían
adaptarse a la corte española, de costumbres muy diferentes; además, tuvieron
que afrontar el conflicto sucesorio, que enfrentaba a los dos sobrinos de
Carlos II, y fue una guerra civil e internacional que marcó los primeros años
de su reinado.
Frente a la manifiesta
inexperiencia y debilidad de Felipe V, María Luisa Gabriela resultó ser, a
pesar de su juventud, una gran reina y el complemento perfecto del soberano. En
tres ocasiones, cuando el rey tuvo que trasladarse al
campo de batalla al frente de su ejército, María Luisa se hizo cargo de la
regencia, cumpliendo su cometido con una madurez impropia de su edad, un alto
grado de valentía, tenacidad, coraje y sentido de la responsabilidad. Se crecía
ante la adversidad y demostró un gran valor y dignidad que le hizo ser querida
y admirada por sus súbditos.
Superadas las primeras
dificultades, en el terreno más íntimo y personal, Felipe y María Luisa eran
una pareja de enamorados. Se querían y dependían el uno del otro. Nunca querían
separarse. Su amor era apasionado, y, contrariamente a la costumbre de la
época, siempre compartían el lecho. Tuvieron cuatro hijos: Luis, Felipe —que
tan solo vivió seis días—, Felipe Pedro —fallecido a la edad de cinco años—, y
Fernando. El primero y el último llegaron a ser reyes, Luis I y Fernando VI, aunque
María Luisa no llegó a verlos coronados.
Después de su primer
alumbramiento, la reina enfermó. Padecía tos, fiebre alta e inflamación de
ganglios en el cuello. La enfermedad desarrolló en una tuberculosis crónica que
no le impidió, sin embargo, continuar con entereza sus deberes monárquicos, e
incluso tener más hijos, aunque sufría fuertes dolores de cabeza y envejeció
prematuramente. Estéticamente, menguó su delicada belleza. Tenía bultos en el
cuello que ella intentaba ocultar, y, siguiendo un tratamiento, le raparon la
cabeza. El cabello no volvió a crecerle y tuvo que llevar siempre peluca. Nada
de esto fue óbice para que su esposo siguiese amándola profundamente y corriese
a refugiarse entre sus brazos siempre que podía.
Tras el último parto, la dolencia
se acentuó. Nada pudieron hacer por ella. Durante los seis días que duró su
agonía final, el rey no se separó de su lado y siguió durmiendo junto a ella.
María Luisa falleció, con tan solo veinticinco años, el día de San Valentín de
1714 —un día como hoy, hace trescientos años—, dejando a Felipe sumido en una
fuerte depresión. En su breve existencia, esta mujer de aspecto frágil y gran
corazón, fue una gran reina, madre tierna y amorosa, y esposa apasionada. Un
modelo de Amor.