Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

miércoles, 21 de agosto de 2019

LA TORCA. VERANO 2019.


No es la  primera vez que vengo aquí. Conservo una fotografía deliciosa donde estoy yo, con seis meses aproximadamente, en brazos de mi madre bajo una de las parras que flanquean la alberca —hoy una señora piscina—. Guardo muchos recuerdos de La Torca, como cuando nos asomábamos al pozo para admirar con asombro y respeto (más bien miedo) la antigua noria —ahora oxidada por el paso del tiempo—, o cuando corríamos a saludar a los pasajeros del tren que pasaba sobre las cinco de la tarde, justo donde ahora transitan y hacen deporte los paseantes, corredores y ciclistas, por la vía verde. Resuena el eco de risas y fiestas, está vivo el recuerdo de los seres que habitaron aquí —Conchi, Gaspar, Antonio Manuel, Gasparillo, Inma…—. Me parece escuchar la voz dulce de Conchi ofreciendo un cafelito a Leli, su amiga del alma, en la cocina de la primera planta en la esquina noroeste.


Aquí está todo abierto, este campo no tiene cerrojo, ni cancela, ni llave, no hay setos ni vallas que nos impidan ver a lo lejos. Estamos rodeados de mucho campo, solo campo. Tenemos la piscina, viñas de uvas melosas —que nos han convertido en ladronzuelos—, una casa blanca con porte de cortijo, un burrito de vecino —que rebuzna cada cuarenta minutos, con puntualidad británica, como si lo estuvieran matando, y al que le encantan las cáscaras de sandía y melón— y un nogal. Un nogal centenario gigante cuyas ramas se extienden en horizontal más de cinco metros, y están llenas de hojas grandes y pesadas. Hemos vivido quince días a la sombra del nogal: hemos desayunado, almorzado, merendado y cenado bajo el nogal, además de tomar el aperitivo, dormir la siesta, tomar el café y disfrutar las veladas nocturnas. Toda la vida debajo del nogal.

En La Torca los amaneceres son potentes, el sol se mete aunque no quieras en las habitaciones, entra como un ciclón a despertarte y te dice “¡Arriba, dormilones!”, y te anima a coger la bici para llegar hasta Doña Mencía y volver. Aquí los días pasan volando, amanece y cuando quieres acordar, ya está atardeciendo, y con la puesta de sol un paseíto por la vía verde hasta el puente de hierro. Pero si hay algo realmente especial en La Torca son las noches. Ay, las noches en La Torca. Frescas y silenciosas, salvo el sonido acuático de la depuradora de la piscina. Como si fuese un cuadro, vemos a lo lejos las lucecitas del pueblo y de la sierra de Aras, sobre nosotros el cielo cuajado de estrellas y la luna llena que quiere colarse entre las ramas del nogal para hacernos compañía mientras escuchamos plácidamente la selección musical que nos prepara Manolo cada noche.


Estoy tumbada en una hamaca de colchoneta mullida junto a la piscina, después de darme un bañito, disfrutando el sol de las tardes de agosto. Mi hijo está en la cocina estudiando —o haciendo como que estudia—, mi marido y mi padre, de compras —les encanta dar una vueltecita por el pueblo, uno inventa y el otro se apunta—. Cierro los ojos. Todo está en silencio, solo se escuchan las cigarras, la brisa vespertina, el zumbido de las avispas y la moscas, los ladridos lejanos de perros vecinos, el murmullo de las conversaciones de los viandantes por la vía verde y el rodar de las bicicletas, los pájaros piando, los rebuznos del burrito Juanito,… el silencio del campo. Me dispongo a leer un rato, pero después de varios días sin abrir el kindle, encuentro que está sin batería. Desparramo mi cuerpo sobre la colchoneta y, sumida en la vagancia más absoluta, alcanzo el móvil, estratégicamente situado en la hamaca contigua, y llamo a mi hijo para que me baje la libreta y un boli. Acabo escribiendo un rato mientras espanto a las moscas.

Gracias, Juan. (Dice mi padre que el año que viene, si puede ser, un mes entero).