Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

domingo, 29 de marzo de 2020

LOS NIÑOS


Tras quince días desde que se impuso el estado de alarma, sigo yendo a trabajar. Eso sí, a puerta cerrada. Solo entra el mensajero -con guantes y mascarilla- a entregarme paquetes con material y a llevarse los que yo he preparado para los clientes que nos siguen comprando a través de la página web. Eso hace que mi vida siga siendo casi normal.

Antes de que el coronavirus alterase nuestras vidas, mi marido solía llevarme en coche al trabajo, de camino al gimnasio, pero había días en los que me iba andando, que también me agradaba porque así me daba un paseíto matutino que es muy sano para respirar el aire fresco de la mañana y estirar un poco las piernas antes de sentarme varias horas delante del ordenador.

Desde que el gimnasio, como casi todo lo demás, está cerrado, me voy todos los días andando. Tardo ocho minutos aproximadamente en llegar, poco rato, y sigo el camino de siempre, pero ya no es el mismo. Cada mañana me cruzo con menos gente. Las calles, cada día que pasa, están más vacías. Paso delante de un par de obras donde siguen trabajando los obreros, una farmacia que a esa hora sube la puerta metálica, una frutería reponiendo mercancía, una carnicería que abre temprano y dos o tres personas en la puerta esperando su turno, guardando la distancia recomendable, algunos vecinos paseando a sus perros, poco más, y mucho silencio.

Echo de menos a mi peque, que, aunque ya tiene veintiún años, sigue siendo mi peque, y a mis sobrinos. De momento, solo puedo verlos por videollamada. Pero también echo de menos a otros niños que, ahora me doy cuenta, forman parte de mi vida cotidiana. Mi horario laboral es el mismo de los colegios, de 9 a 2, por lo que coincidía con muchos que iban y después volvían del colegio.

Al salir de casa, en la calle Ballesteros, veía a los que iban camino del Carmen o de la Purísma, entre ellos, dos hermanos, niño y niña, con sus uniformes, siempre juntos. En la calle Ancha, solía cruzarme con una niña y su madre, las dos morenas, muy guapas y estilosas, y veía salir de sus casas a varios que bajaban en dirección al Barahona de Soto, Mª Luisa Muriel acompañando a su nieta, Raquel con el más pequeño de sus hijos, dos hermanos de origen marroquí que, tras despedir a su madre en el portal, siempre salían corriendo y arrastrando las mochilas de ruedas por la acera. En la calle Santiago me cruzaba con Francisco, antiguo compañero de clase, siempre tan elegante, y su hijo, de pelo rubio y rizado, con el uniforme de la Purísima. En el Llanete de Santiago veía a un niño precioso, de pelo negro brillante perfectamente peinado con su raya bien marcada, que siempre iba alegre charlando con su madre, una mujer joven muy menuda pero empujando con brío, cuesta arriba, un cochecito con un bebé. En Jerónimo Medina, en dirección al Barahona de Soto, bajaba Manoli, una campeona, con sus tres hijos, y otros vecinos con sus niños. Y en Horno Cabello me cruzaba con los que subían para el mismo colegio, dos abuelas con sus nietos, un niño moreno guapísimo con su madre -otra belleza- que saludaba a su abuelo que esperaba a verlo pasar desde el balcón, una niña rubia con su madre, otra madre con dos hijos, niño y niña, morenos, guapísimos, y a veces con un tercero en el cochecito. En el Llano de las Tinajerías, los más rezagados, a toda velocidad.

Puedo decir que a muchos de ellos los he visto crecer, año tras año, mañana tras mañana. Los echo de menos.



Ahora solo veo a cuatro niños, vecinos del edificio de enfrente, cuando salimos todos a los balcones puntualmente a las ocho a aplaudir a nuestros sanitarios. Aplauden con entusiasmo y energía, con toda la que tendrán acumulada. Pobrecitos.

Espero que despertemos pronto de este mal sueño y vuelva la alegría a las calles, pero, sobre todo, que vuelvan los niños, sus caritas y sus voces, que quiten el precinto de los parques infantiles y vuelvan a llenarse de pequeños gritando, corriendo, saltando…


Ánimo, fuerza y paciencia.


jueves, 5 de marzo de 2020

NOS CASÓ EN VERSO (CON ACENTO LUCENTINO)


Desmayarse, atreverse, estar furioso,
Áspero, tierno, liberal, esquivo,
Alentado, mortal, difunto, vivo,
Leal, traidor, cobarde y animoso;

No hallar fuera del bien centro y reposo,
Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
Enojado, valiente, fugitivo,
Satisfecho, ofendido, receloso;

Huir el rostro al claro desengaño,
Beber veneno por licor suave,
Olvidar el provecho, amar el daño;

Creer que un cielo en un infierno cabe,
Dar la vida y el alma a un desengaño;
Esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Con este soneto de Lope de Vega, recitado de memoria con su auténtico acento lucentino, nos casó Manolo Lara a Manuel y a mí en el despacho del alcalde un viernes de septiembre de 2017.
Nos regaló un librito de poesía de Luis Alberto de Cuenca, de la colección 4 Estaciones, del que también nos leyó durante la ceremonia El Desayuno,

Me gustas cuando dices tonterías,
Cuando metes la pata, cuando mientes,
Cuando te vas de compras con tu madre
Y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
Y me cubres de besos y de tartas,
O cuando eres feliz y se te nota,
O cuando eres genial con una frase
Que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
O cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
No puedo resistir lo que me gustas,
Cuando, llena de vida, te despiertas
Y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno.»

A él le hacía ilusión casarnos, había prometido una boda “chula” y lo cumplió con creces. Nuestro “cura” −así nos lo recordaba cada vez que nos veía− era un poeta romántico, original y divertido. Qué suerte tuvimos.

Ahora, tristemente, me sumo al dolor de su pérdida, al lamento colectivo que ha provocado su muerte temprana e injusta. Yo también he llorado por él y por su familia, y de mi garganta, en un grito ahogado, también brota esta absurda pregunta que no tiene respuesta: ¿Por qué?

Estoy segura de que los cronistas oficiales dejarán grabado su nombre y su legado, y dentro de muchos años, cuando ya ninguno estemos aquí, seguirá vivo en la Historia de Lucena y lo estudiarán como personaje ilustre y ejemplo de labor profesional y humana.

Hasta siempre, Manolo. Contamos contigo para nuestras bodas de oro y platino.