A mi madre le gustaba andar cómoda
por casa. No era inusual encontrarla algo despeinada, vistiendo cualquier bata holgada
y calzando zuecos ortopédicos. En casa
no existía la palabra glamour. Eso sí,
cuando tenía que acicalarse…, sabía cómo hacerlo con auténtica maestría.
Solía decirme, citando a uno de
sus escritores favoritos: «Ara, hay que arreglarse, como dice Antonio Gala, por respeto a los demás».
Ella era una artista. Cuando
llegaba el momento que le requería un arreglito, como si fuese poseedora de un
doctorado en Bellas Artes, anunciaba: «Voy a restaurarme». Desaparecía por el pasillo, se adentraba en
su particular salón de belleza y solo unos minutos le bastaban para
transformarse. Lo que sucedía allí
dentro era un espectáculo digno de ver.
Ayudada por espejos
estratégicamente situados, comenzaba a dar volumen a su melena. Peine fino para
el cardado, secador y cepillo de rulo para moldear y un toque de laca eran las
herramientas que utilizaba con tanta gracia y acierto que el resultado nada
tenía que envidiar al posterior a una visita a la peluquería.
Estaba dotada de unos bonitos
rasgos: frente amplia y despejada, nariz fina, el óvalo de su rostro, perfecto,
ojos expresivos, cejas exquisitamente delineadas, piel tersa, sin una sola arruga.
Era el lienzo perfecto para el más virtuoso pintor.
Disponía sus utensilios de
maquillaje, propios de una profesional: amplia paleta de sombras, coloretes, brochas
de diversos tamaños, ramillete de lápices, máscara y una nutrida gama de
carmines. Como si de un delicado acuarelista se tratase, comenzaba a colorear los pómulos y los
párpados, brochazo a brochazo, mojando un poco de éste y un poco de aquél,
difuminado eficazmente malvas, dorados, rosas, verdes, ocres… Con trazos
certeros dibujaba las líneas de las pestañas y las mojaba sutilmente con la
máscara, lo que resaltaba su mirada y la agrandaba consiguiendo un resultado
espectacular y natural. Ágilmente se perfilaba los labios y les daba color y
brillo, haciéndolos aún más carnosos. Terminaba aplicándose unas gotas de
perfume.
Sin embargo, era su sonrisa lo
que acababa por embellecerla al máximo. Mi madre era la mujer más guapa del
mundo.
Ahora se acerca el Día de la
Madre y no puedo evitar la tristeza en mi corazón, aunque la echo de menos todos
los días del año.
Quiero dedicar estas letras a
otras madres y abuelas, todas bellas y hermosas, que también se han ido pero
que perviven en nosotros: Mª Carmen y Matilde López de Ahumada, Conchi
Fernández, Poli López, María Cantizani, Pepita Salamanca, Dolores Suárez,
Antoñita Jiménez, Ana Sánchez, María Osuna, Dolores Picó, Edith Glaser,
Mercedes Soria y mis abuelas Francisca Tienda, Francisca de Paula López y Mamá
Araceli.
Y una canción:
Mother, Pink Floyd
Precioso, Ara.
ResponderEliminarYo recuerdo a tu madre como una gran señora, por dentro y por fuera... Un beso. Eva Aguilera
Asì era. Muchas gracias, Eva. Un abrazo.
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