Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

viernes, 1 de noviembre de 2019

MORIR

El teléfono comenzó a sonar de madrugada y me despertó justo cuando estaba teniendo un profundo sueño. Estaba en la playa, era una noche de verano y había una hoguera que desprendía un calor intenso, las pavesas volaban con el viento, alguien tocaba una guitarra y cantaba una canción de amor. La música incitaba a bailar, me quité las sandalias —la arena estaba fría y húmeda—, daba vueltas con un vaporoso vestido blanco de gasa. Me sentía feliz.

El teléfono seguía sonando. La luna llena iluminaba la habitación, la ventana estaba abierta y la brisa agitaba las cortinas, que parecían fantasmas flotantes. Me incorporé y descolgué el auricular.

—Hola—, contesté jadeante.

—¿Alejandra?—, escuché al otro lado una voz femenina que me resultaba familiar.

—Sí, soy yo. ¿Quién es?—pregunté con brusquedad.

—Disculpa que te llame a estas horas —pronunciaba cada palabra muy despacio, como si hablase a cámara lenta—, sé que es muy tarde. Espero no haberte asustado —. Había oído esa voz antes, pero no acababa de reconocerla.

—Dime, ¿quién eres y qué quieres?—, insistí sin poder ocultar mi nerviosismo.

—Soy Gema Hernández.

Gema Hernández. Claro que la conocía. En mi mente se agolparon multitud de recuerdos.

—Hola, Gema. Ha pasado mucho tiempo. No te he reconocido. ¿Qué ocurre?—ahora me temblaba la voz.

—¿No lo imaginas?—. Sí, podía sospechar algo, pero prefería no pensarlo y callé. —Es mi hermano Miguel, quiere verte. —Volvió a hacer una pausa, esperando mi reacción, supuse, pero yo no sabía qué decir, solo intentaba ordenar mis ideas.  —Se está muriendo, Alejandra, y quiere hablar contigo. No tenemos mucho tiempo.

La noticia no me extrañó, pero me cayó como un jarro de agua fría. La vida es pura ironía, tantas veces había deseado yo matarlo con mis propias manos, y ahora se estaba muriendo. ¿Verlo? Es lo último que me apetecía en ese momento, y menos en esas circunstancias, visitar a un moribundo para despedirme. Me parecía muy macabro. No tenía nada claro. En mi mente se mezclaban sentimientos de odio y de compasión.

Gema seguía al otro lado, esperando pacientemente. Siempre había sido una buena chica. Habíamos sido buenas amigas durante los años de instituto. Pobre Gema, ella también había sufrido el carácter cruel de Miguel y, a su manera, había sido otra víctima.

—Gema, perdona —acabé contestando—, no estoy segura, tengo que pensarlo. Dame tu teléfono y te llamaré.

—No lo pienses mucho, no hay tiempo. —Me sorprendió detectar tristeza en su voz, aunque, al fin y al cabo, eran hermanos, ¿qué esperaba?

Anoté su número de móvil y el número de habitación del hospital que insistió en darme. Tras despedirme, colgué el teléfono y me quedé sentada al borde de la cama, con los pies descalzos sobre el frío mármol. Era una noche de verano calurosa, pero yo estaba tiritando. Recordé la canción que sonaba en mi sueño, era una de aquella época, de las que se bailaban lento en la discoteca. La habíamos bailado juntos.

 Miguel había sido mi primer amor y la mayor decepción de mi vida. Yo fui quien le advirtió de aquel bulto en el cuello, juntos leímos los fatídicos resultados de la biopsia y estuve con él cuando lo operaron. Sabíamos que tarde o temprano el tumor se reproduciría, pero yo habría estado toda la vida con él de no haber descubierto quién era en realidad. 

Durante años no pude ni pronunciar su nombre del dolor tan profundo y el asco que me producía. Quise olvidar que había existido. La idea de ir a verlo ahora me provocaba náuseas. Decidido. De ninguna manera acudiría a su llamada.

***

Dos horas más tarde estaba entrando en el hospital, refunfuñando, enfadada conmigo misma, preguntándome qué hacía allí. Sin poder frenar mis pasos, mis piernas parecían tener vida propia y seguían avanzando hacia la habitación. 

Me impactó su aspecto avejentado, demacrado, ojeroso, sin pelo ni cejas, la piel mate y cenicienta, sin vida, un hombre consumido. Poco quedaba del joven que yo había conocido, pero era él, Miguel. Se removió al verme y detecté en su mirada una sucesión de expresiones: alegría, derrota y  vergüenza. Me acerqué hasta él con recelo, despacio,  me cogió una mano y la presionó con la poca fuerza que le quedaba. 

—Por favor, perdóname—me dijo mirándome con tristeza. Su voz, antes grave, era un hilo casi transparente.

Creí ver en su interior, a través de su mirada mustia, una luz, un brillo que le supuraba de esa piel macilenta, como un bálsamo que le relajaba el semblante. Todo su ser me estaba suplicando de corazón que le perdonase, estaba siendo sincero, por una vez en su vida.

Conmovida, en un impulso que aún no logro entender, me acerqué más a él, le besé en la frente y le susurré al oído “Te perdono”.

Y lloré, pero no por él, lloré por mí. Y en cada lágrima soltaba un poco del odio y del resentimiento que había guardado durante tantos años. Lloré por la jovencita inocente que yo había sido un día y que, por su culpa, no volvería nunca más. 

En el pasillo del hospital me esperaba Gema, nos fundimos en un abrazo tierno y me despedí de ella. Solo pude decirle "GRACIAS".

Fuera ya estaba amaneciendo.


martes, 1 de octubre de 2019

ABUELITA


A mi abuela le gustaba que la llamase abuelita, y si alguna vez le decía abuela me corregía: “No, no, yo soy la abuelita”. Yo pensaba que ella lo prefería así porque era muy pequeña y menuda, y por eso le encantaban los diminutivos, para hacerlo todo a su altura.

Solía sentarse en un sillón orejero delante de la ventana que daba a la calle y desde allí se entretenía viendo a la gente pasar. La recuerdo ahí, con vestido negro y toquilla sobre los hombros, la piel fina casi transparente y el pelo blanco con reflejos morados. Me cogía la cara entre sus manos y me decía “Dame uno besito”, pero uno besito significaba por lo menos diez sonoros besos seguidos que, como si me picotease un pajarito,  me hacían cosquillas. Se ponía las gafas de vista y me decía “¡Qué bonita te veo!”

A veces sacaba de su bolsillo unas monedas y me daba una peseta para que fuese al kiosco de la acera de enfrente a comprar golosinas. A la vuelta me preguntaba “¿Qué has comprado?,  le contestaba “Un cubalibre”, y ella se reía a carcajadas. Yo entonces no comprendía por qué lo del cubalibre le hacía tanta gracia, pero me gustaba su risa limpia.

Otras veces me ofrecía de una cajita redonda y plateada, que ella guardaba celosamente, sus caramelos preferidos,  violetas imperiales con forma de flor, que eran una auténtica delicia.  Y para merendar me tostaba unos panecillos blancos con aceite, tan tiernos que eran un manjar.

De su corazón sacaba para mí una larga lista de piropos melosos que me enternecían, pero de entre todos, el que más me gustaba era Caramelo de los Alpes, y yo imaginaba que Los Alpes era una montaña de la que brotaba dulce de leche que se derramaba por las laderas.

Tan dulce era mi abuelita que yo creía que por dentro estaba hecha de almíbar y por fuera de azúcar glas. Y al final, demasiado pronto para mí, que aún no había alcanzado su pequeña estatura, acabó derritiéndose.

Hay días en que de repente percibo un olor a vainilla o a chocolate caliente, o me encuentro alguna gotita de caramelo en el sitio más insospechado, y entonces sé que está aquí.





lunes, 9 de septiembre de 2019

ABUELOS


Mi abuelo Francisco me ha llevado a comprar un cuaderno y un lápiz. Me enseña mis primeras palabras en inglés, los números del 1 al 10. Lo hace para entretenerme mientras cuida de mí porque mis padres están fuera. Mi abuelo trabajó sus últimos años en un hotel de Ibiza. Era el encargado de mantenimiento y, por las noches, atendía en la recepción. Tuvo que aprender cuatro palabras para saludar a los huéspedes, la mayoría británicos, y los números para dar las llaves de las habitaciones. Me deletrea cada número y yo los escribo con pulcritud, one, two, three,… y me enseña a pronunciarlos correctamente, uan, tchu, zri,..

Estamos en el salón de su casa de Montoro. Hay poca luz natural, es un día de invierno gris, pero la casa está acogedora, como una cabaña de madera en mitad del bosque. Huele a crema. Yo creo que el olor lo desprende el sofá de piel, que es beis y me recuerda a un cuenco de natillas. Huele dulce y limpio.

Mi abuela Francisca es como un cojín grande mullido donde puedo quedarme dormida. Me gusta acariciar su carne blanda y suave. Me canta la canción que me tiene asignada –una diferente para cada nieta-, la mía es Tres hojitas, madre. Me la repite hasta que la aprendo y la puedo cantar con ella.

Tres hojitas, madre,
Tiene el arbolé,
La una en la rama,
Las dos en el pie.
Inés, Inés, Inesita, Inés.

En esta casa el tiempo no existe, se ha parado, es infinito.

Duermo en un colchón en el salón, embriagada por el olor a chantilly. Por las rendijas de la persiana entra la luz amarillenta de las farolas, y me quedo dormida con el sonido de los coches que incesantemente pasan por la carretera.



miércoles, 21 de agosto de 2019

LA TORCA. VERANO 2019.


No es la  primera vez que vengo aquí. Conservo una fotografía deliciosa donde estoy yo, con seis meses aproximadamente, en brazos de mi madre bajo una de las parras que flanquean la alberca —hoy una señora piscina—. Guardo muchos recuerdos de La Torca, como cuando nos asomábamos al pozo para admirar con asombro y respeto (más bien miedo) la antigua noria —ahora oxidada por el paso del tiempo—, o cuando corríamos a saludar a los pasajeros del tren que pasaba sobre las cinco de la tarde, justo donde ahora transitan y hacen deporte los paseantes, corredores y ciclistas, por la vía verde. Resuena el eco de risas y fiestas, está vivo el recuerdo de los seres que habitaron aquí —Conchi, Gaspar, Antonio Manuel, Gasparillo, Inma…—. Me parece escuchar la voz dulce de Conchi ofreciendo un cafelito a Leli, su amiga del alma, en la cocina de la primera planta en la esquina noroeste.


Aquí está todo abierto, este campo no tiene cerrojo, ni cancela, ni llave, no hay setos ni vallas que nos impidan ver a lo lejos. Estamos rodeados de mucho campo, solo campo. Tenemos la piscina, viñas de uvas melosas —que nos han convertido en ladronzuelos—, una casa blanca con porte de cortijo, un burrito de vecino —que rebuzna cada cuarenta minutos, con puntualidad británica, como si lo estuvieran matando, y al que le encantan las cáscaras de sandía y melón— y un nogal. Un nogal centenario gigante cuyas ramas se extienden en horizontal más de cinco metros, y están llenas de hojas grandes y pesadas. Hemos vivido quince días a la sombra del nogal: hemos desayunado, almorzado, merendado y cenado bajo el nogal, además de tomar el aperitivo, dormir la siesta, tomar el café y disfrutar las veladas nocturnas. Toda la vida debajo del nogal.

En La Torca los amaneceres son potentes, el sol se mete aunque no quieras en las habitaciones, entra como un ciclón a despertarte y te dice “¡Arriba, dormilones!”, y te anima a coger la bici para llegar hasta Doña Mencía y volver. Aquí los días pasan volando, amanece y cuando quieres acordar, ya está atardeciendo, y con la puesta de sol un paseíto por la vía verde hasta el puente de hierro. Pero si hay algo realmente especial en La Torca son las noches. Ay, las noches en La Torca. Frescas y silenciosas, salvo el sonido acuático de la depuradora de la piscina. Como si fuese un cuadro, vemos a lo lejos las lucecitas del pueblo y de la sierra de Aras, sobre nosotros el cielo cuajado de estrellas y la luna llena que quiere colarse entre las ramas del nogal para hacernos compañía mientras escuchamos plácidamente la selección musical que nos prepara Manolo cada noche.


Estoy tumbada en una hamaca de colchoneta mullida junto a la piscina, después de darme un bañito, disfrutando el sol de las tardes de agosto. Mi hijo está en la cocina estudiando —o haciendo como que estudia—, mi marido y mi padre, de compras —les encanta dar una vueltecita por el pueblo, uno inventa y el otro se apunta—. Cierro los ojos. Todo está en silencio, solo se escuchan las cigarras, la brisa vespertina, el zumbido de las avispas y la moscas, los ladridos lejanos de perros vecinos, el murmullo de las conversaciones de los viandantes por la vía verde y el rodar de las bicicletas, los pájaros piando, los rebuznos del burrito Juanito,… el silencio del campo. Me dispongo a leer un rato, pero después de varios días sin abrir el kindle, encuentro que está sin batería. Desparramo mi cuerpo sobre la colchoneta y, sumida en la vagancia más absoluta, alcanzo el móvil, estratégicamente situado en la hamaca contigua, y llamo a mi hijo para que me baje la libreta y un boli. Acabo escribiendo un rato mientras espanto a las moscas.

Gracias, Juan. (Dice mi padre que el año que viene, si puede ser, un mes entero).