Hace poco he tenido la desgracia
de conocer de primera mano los entresijos de una empresa familiar donde he
podido comprobar, estupefacta, hasta qué punto un empresario puede llegar a ser
miserable en la más amplia extensión de la palabra.
En un medio local muy popular, vi
un anuncio que decía, literalmente, «se necesita administrativo/a con
experiencia para trabajar en oficina, imprescindible saber inglés perfectamente
hablado y escrito», y, como yo cumplía ambos requisitos, envié mi currículum
vítae. Me llamaron para hacer una entrevista personal y, después de varias
semanas, volvieron a convocarme para anunciarme que había tenido la fortuna de
ser elegida.
Ilusionada y dispuesta a dar lo
mejor de mí misma y a exponer mis amplios conocimientos, comencé mis quince
días de prueba. Me esforcé al máximo a pesar de que las condiciones laborales
eran indignantes: jornada de casi once horas, sin contrato, con quince minutos
para desayunar –a espeluznante toque de sirena-, descontados por supuesto del
sueldo, y cuarenta y cinco minutos para comer en una cocina-comedor en la que
la familia ocupaba una mesa y el resto de los empleados, cada uno con nuestra
fiambrera, otra. Al cuarto día, me recibieron con un cubo y una bayeta para que
limpiara la oficina, y, como hay que tener tragaderas
y sabía que me estaban probando, conteniéndome la rabia, limpié (ojo, que me
parece muy digno y necesario el trabajo que realizan las limpiadoras, y no
descarto, como la cosa siga así, dedicarme a tan noble oficio, pero el puesto
ofertado era de administrativo, «con inglés»). Aún así, y ante mi sorpresa, no
superé la prueba de estos exigentes palurdos (en el último año habían pasado
por dicho puesto al menos diez personas). La dieron por finalizada
–despidiéndome con doscientos euros en «b»- porque, aunque mi inglés les había
parecido perfecto, «no me vieron iniciativa».
Abandoné aquella nave-nido de
buitres ligera como una pluma, dando gracias a Dios por no tener que volver a
tratar con unos tiranos que incumplen todas las leyes de la decencia y la
honestidad: defraudan, al mover ingentes cantidades de dinero negro; explotan a
sus empleados obligándoles a trabajar «gratis» diez horas a la semana, es
decir, cuarenta horas al mes; además, o no contratan, o degradan impunemente
las categorías laborales -ingenieros como auxiliares administrativos y
administrativos como peones-. Ellos tampoco pasaron mi prueba, por inhumanos,
clasistas, patéticos y miserables.
¿Dónde están los inspectores de
trabajo? ¿Dónde los sindicatos? ¿Quién vela realmente por los derechos de los
trabajadores, hombres y mujeres con familia y necesidades básicas?
Por suerte, no todos los
empresarios son iguales. Admiro profundamente a aquellos que se arriesgan,
luchan por mejorar y, además, dan trabajo a mucha gente; la contratan, pagando
seguridad social y nómina; respetan el horario laboral o pagan horas extras
debidamente, si se hacen. Sin embargo, por desgracia, siempre se pronunciará el
puñado de indeseables que abusan del más débil, buscando el enriquecimiento
personal. Duerman éstos tranquilos, descansen en paz (RIP).
This entry is dedicated to R. Brothers.