Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

lunes, 9 de septiembre de 2019

ABUELOS


Mi abuelo Francisco me ha llevado a comprar un cuaderno y un lápiz. Me enseña mis primeras palabras en inglés, los números del 1 al 10. Lo hace para entretenerme mientras cuida de mí porque mis padres están fuera. Mi abuelo trabajó sus últimos años en un hotel de Ibiza. Era el encargado de mantenimiento y, por las noches, atendía en la recepción. Tuvo que aprender cuatro palabras para saludar a los huéspedes, la mayoría británicos, y los números para dar las llaves de las habitaciones. Me deletrea cada número y yo los escribo con pulcritud, one, two, three,… y me enseña a pronunciarlos correctamente, uan, tchu, zri,..

Estamos en el salón de su casa de Montoro. Hay poca luz natural, es un día de invierno gris, pero la casa está acogedora, como una cabaña de madera en mitad del bosque. Huele a crema. Yo creo que el olor lo desprende el sofá de piel, que es beis y me recuerda a un cuenco de natillas. Huele dulce y limpio.

Mi abuela Francisca es como un cojín grande mullido donde puedo quedarme dormida. Me gusta acariciar su carne blanda y suave. Me canta la canción que me tiene asignada –una diferente para cada nieta-, la mía es Tres hojitas, madre. Me la repite hasta que la aprendo y la puedo cantar con ella.

Tres hojitas, madre,
Tiene el arbolé,
La una en la rama,
Las dos en el pie.
Inés, Inés, Inesita, Inés.

En esta casa el tiempo no existe, se ha parado, es infinito.

Duermo en un colchón en el salón, embriagada por el olor a chantilly. Por las rendijas de la persiana entra la luz amarillenta de las farolas, y me quedo dormida con el sonido de los coches que incesantemente pasan por la carretera.