Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

miércoles, 19 de marzo de 2014

LA MARQUESA


Rosita contaba once años y era la mayor de cinco hermanos.  Malvivían del campo en la aldea de Zambra y tanta era su miseria que sus padres, preocupados por tantas bocas a las que dar de comer, aceptaron el ofrecimiento de Alfonsa, una vecina que llevaba varios años trabajando para los marqueses de Torreblanca. Su señora se encontraba en avanzado estado de gestación, pronto nacería su primer hijo e iban a necesitar ayuda, por lo que les propuso llevarse a Rosita con ella. La niña no sabía leer ni escribir, pero desde muy pequeña había aprendido todas las labores de la casa y del cuidado de las criaturas, era hacendosa, callada y obediente. Su marcha, aunque dolorosa, sería un alivio a sus penurias.

Una mañana de finales de enero de 1746, cuando los rayos del sol aún se ocultaban detrás de las colinas, Rosita se dispuso a emprender el viaje más largo de su vida. Su madre la abrigó a conciencia cubriéndola con mantas de lana para guarecer su escuálido cuerpo infantil del frío invernal. La abrazó fuertemente y con ternura y le besó las pálidas mejillas.

—Sé fuerte, hija mía. Verás qué bien vas a estar—, le dijo como despedida conteniéndose las lágrimas.

Rosita subió con su padre al carro que, tirado por una mula, la llevaría de Zambra a Lucena. La madre permaneció inmóvil hasta que los perdió de vista y, con el corazón roto, rompió en un llanto desconsolado que no la abandonó hasta que horas más tarde cayó rendida y agotada.

El viaje les llevó casi toda la jornada. Rosita estaba aterida y le dolía todo el cuerpo, pero cuando entraron en Lucena se irguió asombrada con los ojos y la boca muy abiertos, impactada ante la visión que le ofrecía la ciudad: calles amplias y bulliciosas,  interminables hileras de imponentes casas con fachadas ricamente adornadas, iglesias monumentales,  colosales carruajes tirados por briosos caballos y una extraordinaria plaza arbolada.  Nunca había salido de su aldea, por lo que todo le parecía desmesurado y ella se sentía aún más pequeña.

Al llegar a la casa del marqués, que ocupaba una extensa esquina y tenía su entrada en la calle de San Pedro, Rosita temblaba como una hoja y sentía que se iba a desmayar de la impresión. Nunca había imaginado una edificación de tamañas proporciones, estaba segura de que se perdería dentro de esa mansión en la que podrían vivir juntos todos los habitantes de su aldea y aún así sobraría espacio. Alfonsa la recibió con alegría y tranquilizó al padre de la joven.

—No se preocupe por nada, que no la voy a dejar ni a sol ni a sombra; aquí se va a hacer una mujercita y no le va a faltar de nada.

 Se sintió desvalida al ver a su padre alejarse, pero Alfonsa se ocupó de que comiese debidamente y, con el estómago lleno y exhausta por el viaje y tantas emociones, durmió plácidamente.

A la mañana siguiente, la presentaron ante sus señores, don Antonio y doña Constanza, que se  encontraba recostada en un diván con las manos sobre su abultado vientre.

—Ven aquí, Rosita, que te vea. ¡Pero si sólo eres una niña! ¡Y qué flaca estás! Alfonsa, ocúpese de que esta jovencita esté bien alimentada y se ponga fuerte, que aquí hay mucha tarea.

Poco a poco y a base de duro trabajo, Rosita se fue robusteciendo y conociendo cada rincón de la casa, donde siempre había algo que hacer, pues todo se estaba acondicionando para la llegada del primogénito. Se arreglaron y lustraron todas las alcobas, salones y saloncitos, corredores y galerías,  donde se acumulaban todo tipo de muebles, cuadros, espejos y esculturas, además de cortinas y tapicerías. Todo quedó dispuesto y reluciente a tiempo.

Doña Constanza se puso de parto a finales de marzo, recién entrada la primavera. Todo eran carreras de aquí para allá, nervios ante el inminente alumbramiento y gritos desgarradores de la parturienta. Nada de eso era nuevo ni impresionó a Rosita, que había visto nacer a sus hermanos. Nació un varón sano y fuerte. Con la más extrema sencillez y naturalidad, y ante la grata sorpresa de doña Constanza, Rosita se ocupó desde el principio de atender a la criatura, por la que sintió un afecto especial desde la primera vez que la acunó entre sus brazos, afecto que conservaría intacto toda su vida.

Para celebrar la llegada del recién nacido, cocinaron en los fogones ollas de chocolate y docenas de dulces para ofrecer a las numerosas visitas que acudieron a conocer al pequeño futuro marqués, y Rosita fue enviada a repartir limosnas y donativos a todos los conventos de Lucena como gratitud por el venturoso nacimiento.

El pequeño fue bautizado en la parroquia de San Mateo por su  tío, el sacerdote Martín de Mora, y apadrinado por el carmelita descalzo Fray Domingo de la Asunción. Era el 26 de marzo de 1746 y el nombre elegido fue Pedro Pablo, destinado a ser el II marqués de Torreblanca, título que Carlos VII, Rey de Nápoles y Sicilia, había concedido unos años antes a su padre, don Antonio Curado.

Hubo más nacimientos en la casa de los Torreblanca, pero Rosita siempre tuvo predilección por Pedro Pablo, al que vio crecer, hacerse un hombre y casarse. También cuidó de su numerosa descendencia con el mismo cariño con el que lo había hecho con él. Discretamente, fue testigo de todas sus alegrías y desdichas y padeció las tribulaciones políticas y personales que afectaron al marqués y a su familia,  velando siempre por su bienestar. Sin esperar nada a cambio, tal y como proceden las almas más puras de corazón, dedicó su vida a trabajar con ahínco, afán y devoción, sin demostrar sufrimiento, pena o fatiga. Se aplicó en hacer de su existencia un ejemplo de lealtad, responsabilidad y compromiso.

Siendo ya muy mayor, con la satisfacción del deber cumplido, volvió a la aldea de Zambra para acabar sus días. Como es de justicia, Rosita recogió los frutos que había sembrado y recibió de los suyos amor, consideración, cuidado y respeto en abundancia. Cuando falleció, todos los vecinos de la aldea la despidieron con tristeza y colocaron en su tumba una lápida que decía: “Aquí yace Rosita, La Marquesa”.

 

 

 
RELATO PUBLICADO EN EL PRIMER NÚMERO DE LA REVISTA SOLIDARIA DEL CÍRCULO LUCENTINO «CASINO AL DÍA».

 

martes, 18 de marzo de 2014

SHINE


MANUEL

Comenzaba un nuevo año, sin expectativas. La Navidad había transcurrido anodina y monótona entre reuniones familiares y comilonas. Ni los encuentros con los amigos lo habían animado. Había hecho verdaderos esfuerzos por sonreír y participar en las conversaciones absurdas que se repetían constantemente, pero sólo le preocupaba una cosa que lo mantenía absorto: su matrimonio. Desde hacía meses, su esposa no era la misma, parecía que lo evitaba, por más que él buscaba su compañía, ella siempre tenía un pretexto, algo que hacer, algún otro compromiso, con su madre, con sus hermanas, con alguna amiga o compañera de trabajo, una llamada de teléfono, una visita, una reunión…Los escasos momentos que coincidían en casa, siempre estaba atareada, últimamente no cesaba de corregir exámenes o trabajos de sus alumnos o de planificar sus clases. Por las noches, ella preparaba la cena, se sentaban y comían sin hablar, apenas comentaban alguna noticia del telediario. Después, solían sentarse un rato a ver la televisión, alguna película, pero ella, al momento se excusaba, tenía sueño, estaba cansada y se iba a la cama. Cuando él la seguía, ella estaba leyendo o dormida. Y así un día tras otro. ¿Qué les estaba ocurriendo? Tras cinco años de convivencia en los que habían sido realmente felices, ahora él sentía que la estaba perdiendo. No había la complicidad de antaño entre ellos ni gestos de cariño. Él la buscaba pero ella se le escapaba entre los dedos. Ni siquiera quiso acompañarlo varias semanas antes al viaje que tuvo que hacer a Andalucía, enviado por la Revista, para hacer unos contactos. Estaba seguro de que un par de días fuera de su entorno les habría servido de acercamiento. Pero ella se negó rotundamente: imposible pasar el fin de semana fuera con todo lo que tenía que hacer.

Sin duda, esta situación le estaba afectando y no conseguía concentrarse. En el plazo de una semana debía entregar el relato que mensualmente publicaba en la revista literaria para la que trabajaba. Desde  hacía tiempo sufría el síndrome de la página en blanco y ya se le habían agotado todos los relatos que había acumulado gracias a su en otro tiempo prolífica imaginación y facilidad para escribir. Angustiado y nervioso, decidió salir a dar un paseo en busca de inspiración. Se enfundó un grueso chaquetón, gorro, bufanda y guantes de lana, y salió al encuentro del riguroso invierno castellano, que lo recibió con un viento desapacible y molesto que le azotaba la poca piel que le quedaba al descubierto. Apenas transitaba nadie a esa hora de la mañana por las calles del barrio residencial donde vivía. Nadie estaba tan loco como para pasear en un día tan ingrato.  Aceleró el paso para entrar en calor e intentó no pensar en nada. Una calle tras otra observaba los pocos coches que había estacionados, los árboles cuyas ramas agitaba el viento, las fachadas de las casas, el humo que salía de alguna chimenea…Reconocía que era un barrio agradable y acogedor, pero ahora sólo se le antojaba triste y solitario, como él mismo, sin vida. De repente escuchó el sonido de una puerta al cerrarse bruscamente, se giró y observó cómo un hombre de su misma edad salía a toda prisa de una de las casas que había dejado atrás y se dirigía a un coche que estaba aparcado delante de la vivienda. Llevaba una gran cantidad de papeles en la mano y, mientras sacaba unas llaves del bolsillo e intentaba abrir la puerta del conductor, una ráfaga de viento se los arrebató y volaron cayendo desperdigados por la acera. Se acercó para ayudarle a recogerlos, no fue tarea fácil porque el viento seguía desplazándolos. El hombre, con gesto serio y apesadumbrado, se lo agradeció y entró rápidamente en el coche, arrancó y desapareció a toda velocidad. Algo en la expresión de aquel hombre le recordó a sí mismo, pensó que desde luego no era el único que tenía problemas. Ya era hora de volver a casa. Bajó la mirada y vio algo en el suelo, parecía una tarjeta de visita, tal vez pertenecía al desconocido. La cogió, era una tarjeta de color blanco y gris, Shine Hotel, de Granada, dirección, teléfono y fax, correo electrónico y página web. La guardó en un bolsillo y emprendió el camino de vuelta.

Sentado en su escritorio, mientras se encendía el ordenador, volvió a leer la tarjeta. Granada…una ciudad realmente hermosa, aún guardaba buenos recuerdos de aquel viaje de fin de curso, le gustaría volver a visitarla, esta vez con su esposa, si lograse convencerla. Dejó la tarjeta en el cajón del escritorio y escribió en Google: Shine Hotel Granada. Abrió el primer enlace que mostraba la pantalla que decía Hotel Shine Albayzin, Granada. Pasó el resto de la mañana buceando en Internet, la maravillosa herramienta por la que todos los días daba gracias a la tecnología y sintió cómo las musas despertaban, revoloteaban a su alrededor, le susurraban al oído, lo llamaban, le mordisqueaban en la nuca y le hacían cosquillas. Y escribió su relato.

 

SHINE

Últimamente se había puesto de moda celebrar la llegada a la cuarentena por parte de antiguos alumnos. Se trataba de una ocasión única para reunirse amigos y compañeros de colegio e instituto que, por una u otra razón, llevaban tiempo sin verse. Para algunos habían pasado incluso más de veinte años. La promoción de Laura no iba a ser menos. Gracias a las redes sociales no fue difícil contactar con un buen número de ellos. Lo siguiente fue buscar el lugar apropiado, un hotel céntrico, acordar el menú y fijar la fecha y la hora: Hotel Santa Catalina, 29 de septiembre, 14:00 horas.

Poco a poco llegaron los convocados a la fiesta. Se sucedieron efusivos saludos: besos, abrazos y apretones de mano. Relataron anécdotas pasadas y evocaron recuerdos de juventud, cantaron, bailaron, se hicieron fotografías para el recuerdo, se intercambiaron números de teléfono y direcciones de correo electrónico. La velada se alargó hasta la madrugada y discurrió realmente animada para todos los que asistieron. Sin embargo, para algunos resultó aún más especial.

Laura no se divertía tanto desde hacía mucho tiempo, en realidad no recordaba cuándo fue la última vez que reía tanto. Su vida familiar se había convertido en una sucesión de problemas que la hacían realmente infeliz. Su estado de ánimo se encontraba bajo mínimos, se sentía desganada y enferma. Cuando supo que se estaba organizando el evento, pensó que no acudiría, sería otra buena ocasión que al final volvería a dejar pasar. Pero en el último momento, sacó fuerzas de su interior y se decidió. Así que se arregló a conciencia, se maquilló para tapar sus ojeras, y vio ante el espejo a la mujer madura en la que se había convertido y que nada tenía que envidiar en belleza a aquella de veinte años atrás. Intentaría pasar un buen día. Y realmente superó sus expectativas. El reencuentro con sus amigos le hizo olvidar por unas horas todas las tribulaciones que la atormentaban. Aunque hubo un reencuentro inesperado y diferente. Ya avanzada la fiesta, su mirada se cruzó con los ojos de Diego, que la estaban observando. Se acercaron y conversaron apenas diez minutos ya que alguien les interrumpió, pero ese breve espacio de tiempo estuvo cargado de contenido y emoción, y ambos, calladamente, sintieron una conexión única.

Durante los años de instituto, Diego y Laura no habían tenido amistad ni relación alguna, no habían frecuentado los mismos grupos. Después, él se trasladó al norte con su familia, de donde procedían sus padres, para estudiar en la Universidad, y poco a poco fue perdiendo casi todos los vínculos con aquella ciudad en la que había nacido. Eso hacía este acercamiento entre ellos aún más inaudito. Ahora, sin embargo, el deseo mutuo de mantener el contacto se hizo evidente y sólo unos días más tarde empezaron a enviarse mensajes en los que hablaban de sus aficiones, de literatura, de cine…Muy pronto se sintieron con ganas de saber más y ahondaron en temas más profundos y personales. Descubrieron así que tenían mucho más en común, pues ambos estaban casados y tenían hijos, pero eran desgraciados en sus respectivos matrimonios. Les gratificaba compartir sus problemas, sinsabores y sueños. Buscaban cada ocasión que les era posible para decirse algo, un saludo, cualquier comentario, tenían la necesidad de sentir al otro presente en su vida. Sin pretenderlo, se fueron enamorando y, como una liberación, se atrevieron a confesar mutuamente su amor. El deseo por verse y comprobar hasta qué punto aquello que sentían era real se volvió irrefrenable. Todo era urgencia y vértigo, y, a escondidas, planificaron su encuentro.

Laura eligió el lugar, Granada, la conocía bien porque allí estudió en la Universidad, y le parecía una ciudad preciosa y romántica. También se ocuparía de la elección del hotel. Buscó en Internet “hoteles con encanto en Granada”, y se decidió por Shine Hotel Albayzin porque le gustó, entre otros detalles, la ubicación. Decía el enlace que se trataba de un hotel de diseño en un palacete del siglo XVI frente a los Palacios Nazaríes, situado a cinco minutos de la Plaza Nueva y a los pies del río Darro, pequeño y de bajo caudal, pero que unía las dos colinas mágicas de la ciudad: la Alhambra y el Albayzín. Contaba con 12 habitaciones amplias y elegantes, algunas con vistas a la Torre de la Vela. Era sencillamente perfecto. Diego se encargó de hacer la reserva y esperaron, impacientemente, a que llegara la fecha que habían acordado, apenas tres meses después de aquel cruce de miradas.

Quedaron en verse en el aparcamiento más cercano al hotel, en la plaza de San Agustín. Cuando Laura llegó, Diego ya estaba esperándola. Allí se abrazaron por primera vez y, tímidamente, se besaron. Se encaminaron por la Gran Vía hasta la plaza de Isabel la Católica y continuaron por la avenida Reyes Católicos. Decidieron hacer una parada en la Plaza Nueva, a pocos metros del hotel. Bebieron un vino acompañado de unas tapas de la tierra, brindaron, se relajaron y poco a poco fueron abriendo sus corazones. Por fin estaban allí frente a frente, mirándose a los ojos, entrelazando sus manos, ávidos por hablar de su amor, sintiendo que estaban justo donde y con quien querían estar porque les parecía que habían pasado toda la vida esperándose el uno al otro.

Eran conscientes de que sólo disponían de escasas horas, el deseo les sobrevino impetuosamente y se dirigieron al hotel con el ansia fluyéndoles por el alma. En ese momento no admiraron la fachada del hotel, cubierta de frescos con motivos clásicos; no se fijaron en la gastada y descolorida puerta con aldaba que imprimía una aire vetusto al umbral y que conducía a un claustro majestuoso que trasladaba al huésped al siglo XVI; tampoco apreciaron la encantadora mesa ricamente tallada que hacía las veces de recepción; ni siquiera repararon en la asombrada recepcionista que los atendió y entregó las llaves de su habitación. No veían nada que no fuese el rostro de su amante, no podían dejar de besarse con pasión y sin pudor, nada más les importaba en el mundo que sentir esas caricias que les quemaban la piel. En la habitación 102 desataron con furia su ansia acumulada y se entregaron tierna y apasionadamente. Creyeron estar perdiendo la virginidad juntos y, al mismo tiempo, sintieron que se conocían desde siempre, tal fue su complicidad. Pasaron la tarde amándose entre risas, charlas e infinita ternura.

Tras interminables besos y caricias, anocheció y, saciada su sed inicial, pudieron deleitarse con la soberbia vista de la Alhambra que les ofrecía la ventana cual extraordinario mirador. Coincidieron en que, aunque no les habría importado pasar el resto de sus vidas en su lecho de amor, no podían desaprovechar la oportunidad de pasear por la joya que se consideraba aquel rincón de Granada, una obra de arte en la que se respiraba magia. Abrazados, se mezclaron con los innumerables turistas que iban y venían por el empedrado peatonal de la Carrera del Darro, una fascinante vía adornada de hermosos palacetes, ahora varios de ellos convertidos en hoteles. Siguieron la vereda del río hasta llegar al Paseo de los Tristes, donde les llamó la atención un restaurante, Ruta del Azafrán, que hacía esquina y tenía un gran ventanal que daba a la plaza, la simple vista les abrió el apetito. Saborearon una deliciosa y reparadora cena acompañada de un buen vino y volvieron al hotel. La noche fue un cúmulo de sensaciones placenteras y, exhaustos, durmieron profundamente, felices, plenos y en paz. El amanecer los encontró recreándose en su incansable anhelo.

No podían abandonar Granada sin probar un té, por lo que antes de decirse adiós, visitaron La Cueva de Alí Babá, una simpática tetería que estaba situada frente al hotel, cruzando un pequeño puente de piedra. Se sentaron junto a una ventana y, con el rumor del río a sus pies, entre risas nerviosas y nudos en la garganta, optaron por un Amanecer de Granada y un Embrujo de Granada. Fueron los últimos sorbos de un encuentro furtivo que les había devuelto la vida pero también los llevaba a la muerte. Se despidieron con el agrio presentimiento de que nunca más volverían a repetir lo vivido en las últimas horas. No sabían qué les depararía el destino a partir de ese momento, pero siempre llevarían en el corazón, grabado a fuego, el recuerdo de Granada.

 

MANUEL

Una noche de mediados de febrero, regresó a casa después de una cena con algunos compañeros de la revista. Le sorprendió ver las luces apagadas, todo en silencio, no recordaba que su esposa le hubiese dicho que iba a salir. Miró su móvil pero no tenía ningún mensaje. Se dirigió al escritorio para encender el ordenador y revisar su correo. Junto al teclado había una nota manuscrita y, sujeta a ésta con un clip, la tarjeta del hotel Shine Albayzin. La nota decía:

He leído tu último relato. Enternecedor. Parece  que tu viaje a Andalucía fue fructífero. Adiós.
 
 
 
 
CON ESTE RELATO OBTUVE UN ACCÉSIT EX AEQUO EN EL CONCURSO QUE SE CONVOCÓ ENTRE LOS PARTICIPANTES DEL TALLER DE ESCRITURA «CREAR EN GRANADA», DEL 8 AL 12 DE JULIO DE 2013.

A CONTINUACIÓN, OS DEJO ALGUNAS FOTOGRAFÍAS RELACIONADAS CON EL EVENTO.

 
 

 

 





OTRA LUZ EN EL MUNDO


El otoño de 994 llegó implacable a Eliossana[1], impregnando sus muros  de gélidos amaneceres, cielos grises y aires recios que azotaban los árboles haciendo caer las primeras hojas. Una mañana de mediados de noviembre, Avigdor Bensabat y su hijo mayor, Goel, caminaban, como todos los días, rumbo a la Academia, que se encontraba junto a la Sinagoga, a pocas calles de su casa. Goel acudía a la Yeshiva[2], donde ya estaba preparando su ceremonia de Bar Mitzvah[3], que tendría lugar la siguiente primavera. Avigdor se despidió del joven con un apretón en el hombro, sin pronunciar una palabra, distraído. En su camino, se había cruzado con varios vecinos, los que habitualmente encontraba cada mañana, a esa misma hora, en idéntico recorrido, los mismos a los que solía saludar alegremente y con afecto. Sin embargo, esa mañana, lo hizo con apenas un movimiento de cabeza,  sin reparar en ninguno de ellos. Sus labios sólo acertaban a pronunciar algún inaudible “Shalom”[4].

Estaba inquieto por la situación que dejaba en casa. Su padre, Mordejai, se hallaba gravemente enfermo, postrado en cama desde hacía dos días; y su esposa, Lía, que culminaba su tercer embarazo, había pasado la noche entre sobresaltos, buscando infructuosamente una postura cómoda que le ayudara a conciliar el sueño. Se repetía a sí mismo que los había dejado en buenas manos, atendidos por Limor y Aluma, las hermanas más jóvenes de Lía.

Pensaba en Lía, en su avanzado estado, pero no sentía un verdadero temor, sólo el nerviosismo habitual ante un nuevo alumbramiento. Su esposa ya había dado a luz dos veces y en ambas ocasiones había demostrado su increíble fortaleza. Descendía de una familia de individuos robustos y longevos. Sus suegros aún vivían y gozaban de buena salud. Habían tenido seis hijos, y cuatro de ellos ya les habían dado un total de quince nietos, todos sanos.

Era su padre, Mordejai, el principal motivo de su preocupación. Su ya debilitada salud se había agravado durante las últimas semanas. Ciertamente, ellos no poseían el vigor que habrían deseado.

La mañana pasaba lenta. Avigdor no lograba deshacerse de la angustia que le oprimía el pecho. Deseaba que llegara la hora del almuerzo para volver a casa y comprobar cómo iba todo. No conseguía concentrarse. Tenía que concluir la traducción de un texto escrito en árabe, su especialidad, pero no acababa de terminar una frase cuando su mente ya estaba divagando y su pensamiento volaba sobre los tejados, atravesando calles y plazas, hasta la alcoba de su padre. Estaba de nuevo haciendo un esfuerzo por introducirse en el trabajo cuando irrumpió Rut, una de las sobrinas de Lía, apremiándole a volver a casa. Mientras hacían el camino de vuelta, la joven le explicó el doble motivo de tanta urgencia: Lía había roto aguas y empezaba a tener dolores muy fuertes de parto, Mordejai había empeorado y respiraba con mucha dificultad. Ya habían avisado al médico. Avigdor tenía un mal presentimiento. Sentía cómo las piernas no le respondían. Quería correr, avanzar más, pero sus pies semejaban bloques de piedra y sus rodillas estaban rígidas, lo que le impedía acelerar el paso. Las calles parecían alargarse. Llegó a su casa empapado en un sudor frío que le recorría todo el cuerpo.

Lía se encontraba en la cocina, con su madre y sus hermanas. Estaba de pie, apoyando las manos sobre la mesa, con los puños apretados. Así había visto en las anteriores ocasiones a su esposa sobrellevar las contracciones que precedían al parto. Avigdor sabía que ella, aunque le insistiera hasta la saciedad, continuaría con sus labores hogareñas hasta el último momento, cuando ya el nacimiento fuese inminente. Sólo entonces se encamaría. La besó en la frente y ella le devolvió una dulce mirada. Se dirigió entonces a la habitación de su padre. Yacía en el lecho, incorporado gracias a unos almohadones. Su respiración era débil y entrecortada, y el color de su piel se había tornado de un gris azulado. A su lado, el médico, con gesto severo, miró a Avigdor, negando con la cabeza. Convinieron en que era el momento de requerir la presencia del rabino Menkes. Mientras tanto, Avigdor se sentó junto al lecho, tomó la mano de su padre, oró en silencio y rememoró la historia del hombre que tenía ante sí.

Mordejai Bensabat había heredado una vasta extensión de viñedos al este de Eliossana, un modesto lagar y una bodega. Desde temprana edad había trabajado en sus tierras, haciendo aún más próspero el negocio familiar. Se había unido en matrimonio a Rebeca, una hermosa joven a la que conocía desde la niñez. Ambos habían perdido prematuramente a sus padres y hermanos, y ansiaban formar su propia familia. Rebeca quedó encinta y pronto se verían cumplidos sus deseos. El primer día de la celebración de Rosh Hashanah[5] del año 957, dio a luz a un varón. Lamentablemente, su débil naturaleza no pudo soportar un parto complicado que acabó con su vida tras el alumbramiento de su primogénito, dejando a su joven esposo totalmente desolado. Mientras la ciudad celebraba con algarabía el año nuevo, en el hogar de Bensabat reinaba la pesadumbre. Para hacer su dolor más liviano, Mordejai se refugió en sus viñedos, donde pasaba las jornadas completas, castigándose con el duro trabajo del campo. Tras varios años de excesos, su cuerpo no resistió más y una lesión en la espalda le forzó a descansar. Durante el obligado reposo, Mordejai reflexionó y fue consciente del error que había cometido recreándose en su amargura, la misma que le había alejado de su único hijo, que ya había cumplido quince años. Lo amaba y decidió que a partir de ese momento todo sería diferente. Arrendó sus viñedos, así cuidaría su delicado estado de salud y al mismo tiempo evitaría que su hijo corriese su misma suerte. Decidió que su hijo cultivaría las letras en lugar de las cepas. Consiguió que el maestro y erudito Ishaq ibn Chicatella tomara como discípulo a Avigdor para instruirle en Gramática Hebrea y Filología y Literatura Árabes. El joven destacó desde el principio, y, con los años, pasó de ser  un alumno aventajado a un profesor muy querido y un codiciado traductor de las letras árabes. Todo lo que era, se lo debía a su padre.

Cuando llegó el rabino, Mordejai Bensabat ya había empezado a abandonar este mundo. Aún así, Menkes recitó las oraciones junto al moribundo para confortarle en su último aliento.

Cumpliendo con todos los preceptos, comprobaron la falta de pulso y de latidos de su corazón, le colocaron una pluma en los labios que certificó que Mordejai ya no respiraba. Un golpe seco con el mazo sobre el cráneo y el médico pudo dictaminar la muerte. Avigdor cerró los ojos de su padre que ya no verían más el sol. Sus cuñados le ayudaron a amortajar el cadáver. Siguiendo la tradición, lo lavaron minuciosamente, le rasuraron el pelo, le cortaron las uñas y cubrieron su cuerpo desnudo con un paño  blanco. Dejaron una vela encendida y salieron de la estancia para recitar los salmos por el difunto.

Bien entrada la madrugada, Lía alumbró un varón que llevaría por nombre Calev. Su esposo la observaba desde el umbral. A la luz de las velas, la veía bella y exuberante, llena de alegría y amor infinito por la nueva vida que tenía en sus brazos.

La historia se había repetido años después: muerte y vida, pesar y júbilo.

Al amanecer, Avigdor y sus cuñados colocaron el cuerpo de Mordejai en un sencillo ataúd y emprendieron el recorrido fúnebre. Los vecinos que encontraron a su paso se sumaron al cortejo, orando con ellos por el difunto. Atravesaron las calles de Eliossana que ya no volvería a pisar el anciano Bensabat. Salieron por la puerta sur de la muralla, en dirección al cementerio. Se dirigieron a la que sería su tumba, junto a la de su querida esposa Rebeca. Depositaron el cuerpo en la fosa y, tras taparlo con un tablón, lo cubrieron de tierra. Finalizado el sepelio, Avigdor comenzó el camino de vuelta. Aún sentía sobre su espalda el peso del ataúd, como una losa pesada que ahogaba su alma.

Un rayo de sol se escapó de entre las nubes iluminando algunos tejados. El día empezaba a abrir. Parecía que el sol pugnaba con las nubes e iba ganando la batalla. Divisó la ciudad y le pareció hermosa, brillaba como una perla. Su ánimo fue mudando. La tristeza se transformó en alegría. Volvió a su casa. Allí lo esperaba su familia: su esposa Lía, sus hijos Goel y Judit, y el pequeño Calev, que acababa de traer una nueva  luz a su casa.

Calev, otra alma nueva, con posibilidades ilimitadas, otra luz en el mundo.



[1] Nombre hebreo de la ciudad de Lucena.
[2] Centro de estudios de la Torá y del Talmud generalmente dirigida a varones en el judaísmo ortodoxo.
[3] Ceremonia en la que el varón, a los trece años, comienza a ser responsable de sus obligaciones religiosas.
[4] Palabra hebrea que significa “paz”. Se utiliza como saludo y equivale a “hola” o “adiós”.
[5] Festividad hebrea de Año Nuevo.

CON ESTE RELATO OBTUVE UN ACCÉSIT EX AEQUO EN EL CONCURSO QUE SE CONVOCÓ ENTRE LOS PARTICIPANTES DEL TALLER DE ESCRITURA «RELATOS DE SEFARAD», IMPARTIDO POR DON JOSÉ CALVO POYATO EN LUCENA, DEL 11 AL 15 DE FEBRERO DE 2013.

A CONTINUACIÓN, OS DEJO ALGUNAS FOTOGRAFÍAS RELACIONADAS CON EL EVENTO.