Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

domingo, 18 de octubre de 2015

DEL CÉSPED A LA ARENA

Este verano regresé a Villa Romana. Así hemos bautizado a esta casa con encanto en la que hemos pasado tan buenos momentos.

En mi equipaje abundaba una mezcla de sentimientos: curiosidad, incertidumbre, temor… ¿Hallaría la ruta con acierto? ¿Sobreviviría mi corazón a los recuerdos? Respiré hondo, tomé fuerzas y entré. Una cálida bienvenida de besos y abrazos sinceros me hicieron olvidar toda preocupación.

Para combatir el intenso calor nocturno, dejamos abiertas todas las puertas y ventanas, y, al amanecer, me despertaron el ruido del tráfico cercano por el norte y, por el sur, el incesante traqueteo de la máquina limpia playas.

Me levanté y vi a través del ventanal —ahora diáfano, sin perfiles de aluminio ni rejas—  el mar en toda su inmensidad, llamándome a estrenar el día.

Bajé las escaleras y salí al porche cruzando el nuevo portón, que se deslizaba con más suavidad y ligereza que el de antaño.

Creí ver a un hombre de espaldas regando el jardín, sosteniendo con una mano la manguera  y en la otra, un cigarrillo. Pero no. No había nadie.

Descalza, anduve sobre la hierba fresca hasta alcanzar la pequeña cancela de madera. Solo unos metros más allá, mientras uno de mis pies pisaba el césped, el otro ya se posaba en la arena.

Siguiendo el camino trazado por las diminutas huellas de una gaviota, fui dejando mi propio sendero de pies descalzos en dirección a la orilla. Recordé un gintonic a la luz de la luna en ese mismo sitio, pero en otras vacaciones.

Caminé despacio, a ratos sintiendo la tierra, a ratos sobre guijarros, y otros tramos sobre mullidos lechos de algas. El agua me buscaba con tímidas olas y me inundaba de espuma, refrescándome.

A excepción de algunas fachadas, que antes estaban desconchadas y ahora lucían recién pintadas con colores vivos, todo seguía igual. Y todo era distinto.

Después de un buen trayecto, volví sobre mis pasos. El sol empezaba a platear con sus reflejos el agua de un azul intenso. Mis huellas seguían allí, junto a las de la gaviota. Seguí el rastro y, de la arena al césped, vuelta a Villa Romana.


No fue un sueño, ni era Manderley. Solo una casa con encanto a orillas del mar. Pero fue real.