Este verano regresé a Villa Romana. Así hemos bautizado a esta
casa con encanto en la que hemos pasado tan buenos momentos.
En mi equipaje abundaba una
mezcla de sentimientos: curiosidad, incertidumbre, temor… ¿Hallaría la ruta con
acierto? ¿Sobreviviría mi corazón a los recuerdos? Respiré hondo, tomé fuerzas
y entré. Una cálida bienvenida de besos y abrazos sinceros me hicieron olvidar
toda preocupación.
Para combatir el intenso calor
nocturno, dejamos abiertas todas las puertas y ventanas, y, al amanecer, me
despertaron el ruido del tráfico cercano por el norte y, por el sur, el
incesante traqueteo de la máquina limpia playas.
Me levanté y vi a través del ventanal —ahora
diáfano, sin perfiles de aluminio ni rejas— el mar en toda su inmensidad, llamándome a
estrenar el día.
Bajé las escaleras y salí al
porche cruzando el nuevo portón, que se deslizaba con más suavidad y ligereza
que el de antaño.
Creí ver a un hombre de espaldas
regando el jardín, sosteniendo con una mano la manguera y en la otra, un cigarrillo. Pero no. No había
nadie.
Descalza, anduve sobre la hierba
fresca hasta alcanzar la pequeña cancela de madera. Solo unos metros más allá,
mientras uno de mis pies pisaba el césped, el otro ya se posaba en la arena.
Siguiendo el camino trazado por
las diminutas huellas de una gaviota, fui dejando mi propio sendero de pies
descalzos en dirección a la orilla. Recordé un gintonic a la luz de la luna en
ese mismo sitio, pero en otras vacaciones.
Caminé despacio, a ratos
sintiendo la tierra, a ratos sobre guijarros, y otros tramos sobre mullidos
lechos de algas. El agua me buscaba con tímidas olas y me inundaba de espuma,
refrescándome.
A excepción de algunas fachadas,
que antes estaban desconchadas y ahora lucían recién pintadas con colores
vivos, todo seguía igual. Y todo era distinto.
Después de un buen trayecto,
volví sobre mis pasos. El sol empezaba a platear con sus reflejos el agua de un
azul intenso. Mis huellas seguían allí, junto a las de la gaviota. Seguí el
rastro y, de la arena al césped, vuelta a Villa
Romana.
No fue un sueño, ni era
Manderley. Solo una casa con encanto a orillas del mar. Pero fue real.