A veces, un olor, un sonido, un
gesto o una palabra despiertan en nuestra memoria un recuerdo lejano con tal
intensidad que nos hace viajar en el tiempo y revivir un momento como si
realmente estuviésemos allí mismo. Esto sucede cuando menos te lo esperas y el
motivo que activa ese recuerdo puede ser de lo más absurdo y ridículo. Hace
poco, me ha ocurrido.
Una mañana, mientras conducía,
escuchaba en la radio un programa en el que hablaban de canciones que fueron
número uno hace años. Década de los 70, mis años de infancia. Según explicó el
locutor, durante varias semanas de la primavera de 1973 fue número uno la
canción Forever and Ever, de Demis
Roussos. Los que tengan ya cierta edad, recordarán a aquel señor enormemente
voluminoso, de frondosa barba, espesas cejas y melena despeinada, siempre
ataviado con llamativas túnicas talla xxl, con una estética que probablemente
ahora no le ayudaría a encumbrarse en las listas. Y es que antes primaba más
tener una buena voz. Este cantante griego-egipcio, además de hipnotizar con su
deslumbrante mirada, bordaba con sus cuerdas vocales las románticas baladas que
hacían furor en aquella época.
Las notas musicales me
trasladaron inmediatamente al pasado. De repente, yo ya no estaba al volante de
mi coche, por unos segundos—mágicos, por cierto—, me encontré en otro lugar.
Era una cálida noche de verano.
En el Molino. Con mi hermana María, Miriam, Belén y Manolo. Pude sentir el olor
de los pinos que nos rodeaban y los sonidos nocturnos de la naturaleza estival:
el rumor del río, el canto de los grillos, el caño de agua en el estanque de
los patos,… Cinco niños jugando en el Paraíso.
(Aunque el Molino es mucho más.
Es primavera, verano, otoño e invierno; mañanas, tardes y noches; es muchos más
niños, y muchas otras canciones; infancia, adolescencia y juventud. Muchos
momentos, infinitos recuerdos. Es otra
historia para ser contada)