Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

martes, 22 de diciembre de 2015

INVIERNO

Sus padres se unieron en invierno, tras un largo idilio marcado por el misticismo y la espiritualidad, y en  una época en la que no estaba muy bien visto el tema carnal, por lo que llegaron puros y castos al matrimonio. Apenas pasaron unas semanas cuando llegó el Tiempo de Recogimiento y estaban tan enamorados y eran tan felices que decidieron, para agradecer tanta dicha, ofrecer el sacrificio de no tocarse durante cuarenta días. Los dos jóvenes aguantaron como pudieron —solo ellos supieron la magnitud de tan cruel prueba de amor— aquella tortuosa abstinencia que se habían autoimpuesto, y, cuando amaneció el Día de la Plenitud, para celebrar su gran logro, hicieron el amor durante no se sabe cuánto tiempo. Incluso ellos mismos perdieron la cuenta. Como resultado, engendraron una niña hecha, literalmente, de pasión y fuego.


Durante los meses más cálidos, se fue formando en el vientre de su madre, que era, sin duda, el mejor sitio del mundo, y, justo al comenzar el invierno en la Tierra, nació una noche en la que cayó una gran nevada que cubrió todo el pueblo con un espeso manto blanco y que aún hoy recuerdan y comentan todos los vecinos del lugar. Esta circunstancia fue probablemente el motivo de que la pequeña naciera con la piel muy blanca y el cabello y los ojos claros, lo que no era muy común por aquellas lindes. Al menos, eso pensaban los que acudían a conocerla llamados por la curiosidad de contemplar a un ser tan extraño. Tal vez tampoco era una casualidad que, desde muy joven, de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, El Invierno era su preferida.


Contrariamente a lo que pudiera parecer, sufría una elevada sensibilidad al frío, y le ocurrían cosas incomprensibles y contradictorias. Por ejemplo, para asearse se sumergía en  agua hirviendo y permanecía allí hasta que su piel blanca enrojecía y parecía arder con el vapor que emanaba su epidermis. Su temperatura corporal era extremadamente alta, sin embargo, se concentraba en su tronco de tal manera que no llegaba a sus extremidades, por lo que tenía que usar varios pares de calcetines a la vez, unos encima de otros, y, a veces, no había guantes suficientes en el mundo que pudiesen calentar sus manos. Por el contrario, en verano, podía pasar horas y horas tumbada al sol sin sudar ni una gota, y es que era el calor intenso su verdadero estado natural.


Pasaron los años y los tiempos cambiaron. Todo era distinto y ya no estaba tan mal visto el asunto carnal, así que se lanzó a la búsqueda de un amante que pudiese aplacar el fuego que ardía en su interior. Pero no era fácil encontrar al adecuado. En los meses más fríos la buscaban como abrigo porque estar junto a ella era mucho mejor que enfundarse un gruesa capa, guantes, bufanda y gorro de lana junto a una estufa de butano; mucho mejor que acurrucarse bajo las faldas de una mesa camilla con brasero de ascuas incandescentes; y mucho mejor que sentarse ante una chimenea repleta de leños y brasas ardientes. Ella se acostaba antes para calentar el lecho de su amado, y eso era mucho más efectivo que utilizar una bolsa de agua caliente o una manta térmica. Cuando su amante llegaba, ella se retiraba lentamente dejándole el hueco que había alcanzado tantos grados que él gemía de placer. Era lo bueno que tenía dormir junto a una mujer hecha de fuego en las noches de invierno. Sin embargo, en verano huían de ella pues  ninguno era lo bastante valiente como para aguantar ni el roce de su piel.

Existe una leyenda que cuenta que aún cuando duerme sola, su cuerpo genera y desprende tanto calor que no sabe qué hacer con él. Que pasa la noche desnuda y se rodea de prendas que, cuando amanece y se levanta, parece que hubiesen estado colgadas en un radiador. Dicen que es la suerte que tienen algunas personas que han nacido en invierno.