Mi abuelo Francisco me ha llevado a comprar un
cuaderno y un lápiz. Me enseña mis primeras palabras en inglés, los números del
1 al 10. Lo hace para entretenerme mientras cuida de mí porque mis padres están
fuera. Mi abuelo trabajó sus últimos años en un hotel de Ibiza. Era el
encargado de mantenimiento y, por las noches, atendía en la recepción. Tuvo que
aprender cuatro palabras para saludar a los huéspedes, la mayoría británicos, y
los números para dar las llaves de las habitaciones. Me deletrea cada número y
yo los escribo con pulcritud, one, two, three,… y me enseña a pronunciarlos
correctamente, uan, tchu, zri,..
Estamos en el salón de su casa de Montoro. Hay
poca luz natural, es un día de invierno gris, pero la casa está acogedora, como
una cabaña de madera en mitad del bosque. Huele a crema. Yo creo que el olor lo
desprende el sofá de piel, que es beis y me recuerda a un cuenco de natillas.
Huele dulce y limpio.
Mi abuela Francisca es como un cojín grande
mullido donde puedo quedarme dormida. Me gusta acariciar su carne blanda y
suave. Me canta la canción que me tiene asignada –una diferente para cada
nieta-, la mía es Tres hojitas, madre.
Me la repite hasta que la aprendo y la puedo cantar con ella.
Tres hojitas, madre,
Tiene el arbolé,
La una en la rama,
Las dos en el pie.
Inés, Inés, Inesita, Inés.
En esta
casa el tiempo no existe, se ha parado, es infinito.
Duermo en un colchón en el salón, embriagada por
el olor a chantilly. Por las rendijas de la persiana entra la luz amarillenta
de las farolas, y me quedo dormida con el sonido de los coches que
incesantemente pasan por la carretera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario