Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

martes, 1 de octubre de 2019

ABUELITA


A mi abuela le gustaba que la llamase abuelita, y si alguna vez le decía abuela me corregía: “No, no, yo soy la abuelita”. Yo pensaba que ella lo prefería así porque era muy pequeña y menuda, y por eso le encantaban los diminutivos, para hacerlo todo a su altura.

Solía sentarse en un sillón orejero delante de la ventana que daba a la calle y desde allí se entretenía viendo a la gente pasar. La recuerdo ahí, con vestido negro y toquilla sobre los hombros, la piel fina casi transparente y el pelo blanco con reflejos morados. Me cogía la cara entre sus manos y me decía “Dame uno besito”, pero uno besito significaba por lo menos diez sonoros besos seguidos que, como si me picotease un pajarito,  me hacían cosquillas. Se ponía las gafas de vista y me decía “¡Qué bonita te veo!”

A veces sacaba de su bolsillo unas monedas y me daba una peseta para que fuese al kiosco de la acera de enfrente a comprar golosinas. A la vuelta me preguntaba “¿Qué has comprado?,  le contestaba “Un cubalibre”, y ella se reía a carcajadas. Yo entonces no comprendía por qué lo del cubalibre le hacía tanta gracia, pero me gustaba su risa limpia.

Otras veces me ofrecía de una cajita redonda y plateada, que ella guardaba celosamente, sus caramelos preferidos,  violetas imperiales con forma de flor, que eran una auténtica delicia.  Y para merendar me tostaba unos panecillos blancos con aceite, tan tiernos que eran un manjar.

De su corazón sacaba para mí una larga lista de piropos melosos que me enternecían, pero de entre todos, el que más me gustaba era Caramelo de los Alpes, y yo imaginaba que Los Alpes era una montaña de la que brotaba dulce de leche que se derramaba por las laderas.

Tan dulce era mi abuelita que yo creía que por dentro estaba hecha de almíbar y por fuera de azúcar glas. Y al final, demasiado pronto para mí, que aún no había alcanzado su pequeña estatura, acabó derritiéndose.

Hay días en que de repente percibo un olor a vainilla o a chocolate caliente, o me encuentro alguna gotita de caramelo en el sitio más insospechado, y entonces sé que está aquí.





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