Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

martes, 18 de marzo de 2014

SHINE


MANUEL

Comenzaba un nuevo año, sin expectativas. La Navidad había transcurrido anodina y monótona entre reuniones familiares y comilonas. Ni los encuentros con los amigos lo habían animado. Había hecho verdaderos esfuerzos por sonreír y participar en las conversaciones absurdas que se repetían constantemente, pero sólo le preocupaba una cosa que lo mantenía absorto: su matrimonio. Desde hacía meses, su esposa no era la misma, parecía que lo evitaba, por más que él buscaba su compañía, ella siempre tenía un pretexto, algo que hacer, algún otro compromiso, con su madre, con sus hermanas, con alguna amiga o compañera de trabajo, una llamada de teléfono, una visita, una reunión…Los escasos momentos que coincidían en casa, siempre estaba atareada, últimamente no cesaba de corregir exámenes o trabajos de sus alumnos o de planificar sus clases. Por las noches, ella preparaba la cena, se sentaban y comían sin hablar, apenas comentaban alguna noticia del telediario. Después, solían sentarse un rato a ver la televisión, alguna película, pero ella, al momento se excusaba, tenía sueño, estaba cansada y se iba a la cama. Cuando él la seguía, ella estaba leyendo o dormida. Y así un día tras otro. ¿Qué les estaba ocurriendo? Tras cinco años de convivencia en los que habían sido realmente felices, ahora él sentía que la estaba perdiendo. No había la complicidad de antaño entre ellos ni gestos de cariño. Él la buscaba pero ella se le escapaba entre los dedos. Ni siquiera quiso acompañarlo varias semanas antes al viaje que tuvo que hacer a Andalucía, enviado por la Revista, para hacer unos contactos. Estaba seguro de que un par de días fuera de su entorno les habría servido de acercamiento. Pero ella se negó rotundamente: imposible pasar el fin de semana fuera con todo lo que tenía que hacer.

Sin duda, esta situación le estaba afectando y no conseguía concentrarse. En el plazo de una semana debía entregar el relato que mensualmente publicaba en la revista literaria para la que trabajaba. Desde  hacía tiempo sufría el síndrome de la página en blanco y ya se le habían agotado todos los relatos que había acumulado gracias a su en otro tiempo prolífica imaginación y facilidad para escribir. Angustiado y nervioso, decidió salir a dar un paseo en busca de inspiración. Se enfundó un grueso chaquetón, gorro, bufanda y guantes de lana, y salió al encuentro del riguroso invierno castellano, que lo recibió con un viento desapacible y molesto que le azotaba la poca piel que le quedaba al descubierto. Apenas transitaba nadie a esa hora de la mañana por las calles del barrio residencial donde vivía. Nadie estaba tan loco como para pasear en un día tan ingrato.  Aceleró el paso para entrar en calor e intentó no pensar en nada. Una calle tras otra observaba los pocos coches que había estacionados, los árboles cuyas ramas agitaba el viento, las fachadas de las casas, el humo que salía de alguna chimenea…Reconocía que era un barrio agradable y acogedor, pero ahora sólo se le antojaba triste y solitario, como él mismo, sin vida. De repente escuchó el sonido de una puerta al cerrarse bruscamente, se giró y observó cómo un hombre de su misma edad salía a toda prisa de una de las casas que había dejado atrás y se dirigía a un coche que estaba aparcado delante de la vivienda. Llevaba una gran cantidad de papeles en la mano y, mientras sacaba unas llaves del bolsillo e intentaba abrir la puerta del conductor, una ráfaga de viento se los arrebató y volaron cayendo desperdigados por la acera. Se acercó para ayudarle a recogerlos, no fue tarea fácil porque el viento seguía desplazándolos. El hombre, con gesto serio y apesadumbrado, se lo agradeció y entró rápidamente en el coche, arrancó y desapareció a toda velocidad. Algo en la expresión de aquel hombre le recordó a sí mismo, pensó que desde luego no era el único que tenía problemas. Ya era hora de volver a casa. Bajó la mirada y vio algo en el suelo, parecía una tarjeta de visita, tal vez pertenecía al desconocido. La cogió, era una tarjeta de color blanco y gris, Shine Hotel, de Granada, dirección, teléfono y fax, correo electrónico y página web. La guardó en un bolsillo y emprendió el camino de vuelta.

Sentado en su escritorio, mientras se encendía el ordenador, volvió a leer la tarjeta. Granada…una ciudad realmente hermosa, aún guardaba buenos recuerdos de aquel viaje de fin de curso, le gustaría volver a visitarla, esta vez con su esposa, si lograse convencerla. Dejó la tarjeta en el cajón del escritorio y escribió en Google: Shine Hotel Granada. Abrió el primer enlace que mostraba la pantalla que decía Hotel Shine Albayzin, Granada. Pasó el resto de la mañana buceando en Internet, la maravillosa herramienta por la que todos los días daba gracias a la tecnología y sintió cómo las musas despertaban, revoloteaban a su alrededor, le susurraban al oído, lo llamaban, le mordisqueaban en la nuca y le hacían cosquillas. Y escribió su relato.

 

SHINE

Últimamente se había puesto de moda celebrar la llegada a la cuarentena por parte de antiguos alumnos. Se trataba de una ocasión única para reunirse amigos y compañeros de colegio e instituto que, por una u otra razón, llevaban tiempo sin verse. Para algunos habían pasado incluso más de veinte años. La promoción de Laura no iba a ser menos. Gracias a las redes sociales no fue difícil contactar con un buen número de ellos. Lo siguiente fue buscar el lugar apropiado, un hotel céntrico, acordar el menú y fijar la fecha y la hora: Hotel Santa Catalina, 29 de septiembre, 14:00 horas.

Poco a poco llegaron los convocados a la fiesta. Se sucedieron efusivos saludos: besos, abrazos y apretones de mano. Relataron anécdotas pasadas y evocaron recuerdos de juventud, cantaron, bailaron, se hicieron fotografías para el recuerdo, se intercambiaron números de teléfono y direcciones de correo electrónico. La velada se alargó hasta la madrugada y discurrió realmente animada para todos los que asistieron. Sin embargo, para algunos resultó aún más especial.

Laura no se divertía tanto desde hacía mucho tiempo, en realidad no recordaba cuándo fue la última vez que reía tanto. Su vida familiar se había convertido en una sucesión de problemas que la hacían realmente infeliz. Su estado de ánimo se encontraba bajo mínimos, se sentía desganada y enferma. Cuando supo que se estaba organizando el evento, pensó que no acudiría, sería otra buena ocasión que al final volvería a dejar pasar. Pero en el último momento, sacó fuerzas de su interior y se decidió. Así que se arregló a conciencia, se maquilló para tapar sus ojeras, y vio ante el espejo a la mujer madura en la que se había convertido y que nada tenía que envidiar en belleza a aquella de veinte años atrás. Intentaría pasar un buen día. Y realmente superó sus expectativas. El reencuentro con sus amigos le hizo olvidar por unas horas todas las tribulaciones que la atormentaban. Aunque hubo un reencuentro inesperado y diferente. Ya avanzada la fiesta, su mirada se cruzó con los ojos de Diego, que la estaban observando. Se acercaron y conversaron apenas diez minutos ya que alguien les interrumpió, pero ese breve espacio de tiempo estuvo cargado de contenido y emoción, y ambos, calladamente, sintieron una conexión única.

Durante los años de instituto, Diego y Laura no habían tenido amistad ni relación alguna, no habían frecuentado los mismos grupos. Después, él se trasladó al norte con su familia, de donde procedían sus padres, para estudiar en la Universidad, y poco a poco fue perdiendo casi todos los vínculos con aquella ciudad en la que había nacido. Eso hacía este acercamiento entre ellos aún más inaudito. Ahora, sin embargo, el deseo mutuo de mantener el contacto se hizo evidente y sólo unos días más tarde empezaron a enviarse mensajes en los que hablaban de sus aficiones, de literatura, de cine…Muy pronto se sintieron con ganas de saber más y ahondaron en temas más profundos y personales. Descubrieron así que tenían mucho más en común, pues ambos estaban casados y tenían hijos, pero eran desgraciados en sus respectivos matrimonios. Les gratificaba compartir sus problemas, sinsabores y sueños. Buscaban cada ocasión que les era posible para decirse algo, un saludo, cualquier comentario, tenían la necesidad de sentir al otro presente en su vida. Sin pretenderlo, se fueron enamorando y, como una liberación, se atrevieron a confesar mutuamente su amor. El deseo por verse y comprobar hasta qué punto aquello que sentían era real se volvió irrefrenable. Todo era urgencia y vértigo, y, a escondidas, planificaron su encuentro.

Laura eligió el lugar, Granada, la conocía bien porque allí estudió en la Universidad, y le parecía una ciudad preciosa y romántica. También se ocuparía de la elección del hotel. Buscó en Internet “hoteles con encanto en Granada”, y se decidió por Shine Hotel Albayzin porque le gustó, entre otros detalles, la ubicación. Decía el enlace que se trataba de un hotel de diseño en un palacete del siglo XVI frente a los Palacios Nazaríes, situado a cinco minutos de la Plaza Nueva y a los pies del río Darro, pequeño y de bajo caudal, pero que unía las dos colinas mágicas de la ciudad: la Alhambra y el Albayzín. Contaba con 12 habitaciones amplias y elegantes, algunas con vistas a la Torre de la Vela. Era sencillamente perfecto. Diego se encargó de hacer la reserva y esperaron, impacientemente, a que llegara la fecha que habían acordado, apenas tres meses después de aquel cruce de miradas.

Quedaron en verse en el aparcamiento más cercano al hotel, en la plaza de San Agustín. Cuando Laura llegó, Diego ya estaba esperándola. Allí se abrazaron por primera vez y, tímidamente, se besaron. Se encaminaron por la Gran Vía hasta la plaza de Isabel la Católica y continuaron por la avenida Reyes Católicos. Decidieron hacer una parada en la Plaza Nueva, a pocos metros del hotel. Bebieron un vino acompañado de unas tapas de la tierra, brindaron, se relajaron y poco a poco fueron abriendo sus corazones. Por fin estaban allí frente a frente, mirándose a los ojos, entrelazando sus manos, ávidos por hablar de su amor, sintiendo que estaban justo donde y con quien querían estar porque les parecía que habían pasado toda la vida esperándose el uno al otro.

Eran conscientes de que sólo disponían de escasas horas, el deseo les sobrevino impetuosamente y se dirigieron al hotel con el ansia fluyéndoles por el alma. En ese momento no admiraron la fachada del hotel, cubierta de frescos con motivos clásicos; no se fijaron en la gastada y descolorida puerta con aldaba que imprimía una aire vetusto al umbral y que conducía a un claustro majestuoso que trasladaba al huésped al siglo XVI; tampoco apreciaron la encantadora mesa ricamente tallada que hacía las veces de recepción; ni siquiera repararon en la asombrada recepcionista que los atendió y entregó las llaves de su habitación. No veían nada que no fuese el rostro de su amante, no podían dejar de besarse con pasión y sin pudor, nada más les importaba en el mundo que sentir esas caricias que les quemaban la piel. En la habitación 102 desataron con furia su ansia acumulada y se entregaron tierna y apasionadamente. Creyeron estar perdiendo la virginidad juntos y, al mismo tiempo, sintieron que se conocían desde siempre, tal fue su complicidad. Pasaron la tarde amándose entre risas, charlas e infinita ternura.

Tras interminables besos y caricias, anocheció y, saciada su sed inicial, pudieron deleitarse con la soberbia vista de la Alhambra que les ofrecía la ventana cual extraordinario mirador. Coincidieron en que, aunque no les habría importado pasar el resto de sus vidas en su lecho de amor, no podían desaprovechar la oportunidad de pasear por la joya que se consideraba aquel rincón de Granada, una obra de arte en la que se respiraba magia. Abrazados, se mezclaron con los innumerables turistas que iban y venían por el empedrado peatonal de la Carrera del Darro, una fascinante vía adornada de hermosos palacetes, ahora varios de ellos convertidos en hoteles. Siguieron la vereda del río hasta llegar al Paseo de los Tristes, donde les llamó la atención un restaurante, Ruta del Azafrán, que hacía esquina y tenía un gran ventanal que daba a la plaza, la simple vista les abrió el apetito. Saborearon una deliciosa y reparadora cena acompañada de un buen vino y volvieron al hotel. La noche fue un cúmulo de sensaciones placenteras y, exhaustos, durmieron profundamente, felices, plenos y en paz. El amanecer los encontró recreándose en su incansable anhelo.

No podían abandonar Granada sin probar un té, por lo que antes de decirse adiós, visitaron La Cueva de Alí Babá, una simpática tetería que estaba situada frente al hotel, cruzando un pequeño puente de piedra. Se sentaron junto a una ventana y, con el rumor del río a sus pies, entre risas nerviosas y nudos en la garganta, optaron por un Amanecer de Granada y un Embrujo de Granada. Fueron los últimos sorbos de un encuentro furtivo que les había devuelto la vida pero también los llevaba a la muerte. Se despidieron con el agrio presentimiento de que nunca más volverían a repetir lo vivido en las últimas horas. No sabían qué les depararía el destino a partir de ese momento, pero siempre llevarían en el corazón, grabado a fuego, el recuerdo de Granada.

 

MANUEL

Una noche de mediados de febrero, regresó a casa después de una cena con algunos compañeros de la revista. Le sorprendió ver las luces apagadas, todo en silencio, no recordaba que su esposa le hubiese dicho que iba a salir. Miró su móvil pero no tenía ningún mensaje. Se dirigió al escritorio para encender el ordenador y revisar su correo. Junto al teclado había una nota manuscrita y, sujeta a ésta con un clip, la tarjeta del hotel Shine Albayzin. La nota decía:

He leído tu último relato. Enternecedor. Parece  que tu viaje a Andalucía fue fructífero. Adiós.
 
 
 
 
CON ESTE RELATO OBTUVE UN ACCÉSIT EX AEQUO EN EL CONCURSO QUE SE CONVOCÓ ENTRE LOS PARTICIPANTES DEL TALLER DE ESCRITURA «CREAR EN GRANADA», DEL 8 AL 12 DE JULIO DE 2013.

A CONTINUACIÓN, OS DEJO ALGUNAS FOTOGRAFÍAS RELACIONADAS CON EL EVENTO.

 
 

 

 





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