Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

martes, 18 de marzo de 2014

OTRA LUZ EN EL MUNDO


El otoño de 994 llegó implacable a Eliossana[1], impregnando sus muros  de gélidos amaneceres, cielos grises y aires recios que azotaban los árboles haciendo caer las primeras hojas. Una mañana de mediados de noviembre, Avigdor Bensabat y su hijo mayor, Goel, caminaban, como todos los días, rumbo a la Academia, que se encontraba junto a la Sinagoga, a pocas calles de su casa. Goel acudía a la Yeshiva[2], donde ya estaba preparando su ceremonia de Bar Mitzvah[3], que tendría lugar la siguiente primavera. Avigdor se despidió del joven con un apretón en el hombro, sin pronunciar una palabra, distraído. En su camino, se había cruzado con varios vecinos, los que habitualmente encontraba cada mañana, a esa misma hora, en idéntico recorrido, los mismos a los que solía saludar alegremente y con afecto. Sin embargo, esa mañana, lo hizo con apenas un movimiento de cabeza,  sin reparar en ninguno de ellos. Sus labios sólo acertaban a pronunciar algún inaudible “Shalom”[4].

Estaba inquieto por la situación que dejaba en casa. Su padre, Mordejai, se hallaba gravemente enfermo, postrado en cama desde hacía dos días; y su esposa, Lía, que culminaba su tercer embarazo, había pasado la noche entre sobresaltos, buscando infructuosamente una postura cómoda que le ayudara a conciliar el sueño. Se repetía a sí mismo que los había dejado en buenas manos, atendidos por Limor y Aluma, las hermanas más jóvenes de Lía.

Pensaba en Lía, en su avanzado estado, pero no sentía un verdadero temor, sólo el nerviosismo habitual ante un nuevo alumbramiento. Su esposa ya había dado a luz dos veces y en ambas ocasiones había demostrado su increíble fortaleza. Descendía de una familia de individuos robustos y longevos. Sus suegros aún vivían y gozaban de buena salud. Habían tenido seis hijos, y cuatro de ellos ya les habían dado un total de quince nietos, todos sanos.

Era su padre, Mordejai, el principal motivo de su preocupación. Su ya debilitada salud se había agravado durante las últimas semanas. Ciertamente, ellos no poseían el vigor que habrían deseado.

La mañana pasaba lenta. Avigdor no lograba deshacerse de la angustia que le oprimía el pecho. Deseaba que llegara la hora del almuerzo para volver a casa y comprobar cómo iba todo. No conseguía concentrarse. Tenía que concluir la traducción de un texto escrito en árabe, su especialidad, pero no acababa de terminar una frase cuando su mente ya estaba divagando y su pensamiento volaba sobre los tejados, atravesando calles y plazas, hasta la alcoba de su padre. Estaba de nuevo haciendo un esfuerzo por introducirse en el trabajo cuando irrumpió Rut, una de las sobrinas de Lía, apremiándole a volver a casa. Mientras hacían el camino de vuelta, la joven le explicó el doble motivo de tanta urgencia: Lía había roto aguas y empezaba a tener dolores muy fuertes de parto, Mordejai había empeorado y respiraba con mucha dificultad. Ya habían avisado al médico. Avigdor tenía un mal presentimiento. Sentía cómo las piernas no le respondían. Quería correr, avanzar más, pero sus pies semejaban bloques de piedra y sus rodillas estaban rígidas, lo que le impedía acelerar el paso. Las calles parecían alargarse. Llegó a su casa empapado en un sudor frío que le recorría todo el cuerpo.

Lía se encontraba en la cocina, con su madre y sus hermanas. Estaba de pie, apoyando las manos sobre la mesa, con los puños apretados. Así había visto en las anteriores ocasiones a su esposa sobrellevar las contracciones que precedían al parto. Avigdor sabía que ella, aunque le insistiera hasta la saciedad, continuaría con sus labores hogareñas hasta el último momento, cuando ya el nacimiento fuese inminente. Sólo entonces se encamaría. La besó en la frente y ella le devolvió una dulce mirada. Se dirigió entonces a la habitación de su padre. Yacía en el lecho, incorporado gracias a unos almohadones. Su respiración era débil y entrecortada, y el color de su piel se había tornado de un gris azulado. A su lado, el médico, con gesto severo, miró a Avigdor, negando con la cabeza. Convinieron en que era el momento de requerir la presencia del rabino Menkes. Mientras tanto, Avigdor se sentó junto al lecho, tomó la mano de su padre, oró en silencio y rememoró la historia del hombre que tenía ante sí.

Mordejai Bensabat había heredado una vasta extensión de viñedos al este de Eliossana, un modesto lagar y una bodega. Desde temprana edad había trabajado en sus tierras, haciendo aún más próspero el negocio familiar. Se había unido en matrimonio a Rebeca, una hermosa joven a la que conocía desde la niñez. Ambos habían perdido prematuramente a sus padres y hermanos, y ansiaban formar su propia familia. Rebeca quedó encinta y pronto se verían cumplidos sus deseos. El primer día de la celebración de Rosh Hashanah[5] del año 957, dio a luz a un varón. Lamentablemente, su débil naturaleza no pudo soportar un parto complicado que acabó con su vida tras el alumbramiento de su primogénito, dejando a su joven esposo totalmente desolado. Mientras la ciudad celebraba con algarabía el año nuevo, en el hogar de Bensabat reinaba la pesadumbre. Para hacer su dolor más liviano, Mordejai se refugió en sus viñedos, donde pasaba las jornadas completas, castigándose con el duro trabajo del campo. Tras varios años de excesos, su cuerpo no resistió más y una lesión en la espalda le forzó a descansar. Durante el obligado reposo, Mordejai reflexionó y fue consciente del error que había cometido recreándose en su amargura, la misma que le había alejado de su único hijo, que ya había cumplido quince años. Lo amaba y decidió que a partir de ese momento todo sería diferente. Arrendó sus viñedos, así cuidaría su delicado estado de salud y al mismo tiempo evitaría que su hijo corriese su misma suerte. Decidió que su hijo cultivaría las letras en lugar de las cepas. Consiguió que el maestro y erudito Ishaq ibn Chicatella tomara como discípulo a Avigdor para instruirle en Gramática Hebrea y Filología y Literatura Árabes. El joven destacó desde el principio, y, con los años, pasó de ser  un alumno aventajado a un profesor muy querido y un codiciado traductor de las letras árabes. Todo lo que era, se lo debía a su padre.

Cuando llegó el rabino, Mordejai Bensabat ya había empezado a abandonar este mundo. Aún así, Menkes recitó las oraciones junto al moribundo para confortarle en su último aliento.

Cumpliendo con todos los preceptos, comprobaron la falta de pulso y de latidos de su corazón, le colocaron una pluma en los labios que certificó que Mordejai ya no respiraba. Un golpe seco con el mazo sobre el cráneo y el médico pudo dictaminar la muerte. Avigdor cerró los ojos de su padre que ya no verían más el sol. Sus cuñados le ayudaron a amortajar el cadáver. Siguiendo la tradición, lo lavaron minuciosamente, le rasuraron el pelo, le cortaron las uñas y cubrieron su cuerpo desnudo con un paño  blanco. Dejaron una vela encendida y salieron de la estancia para recitar los salmos por el difunto.

Bien entrada la madrugada, Lía alumbró un varón que llevaría por nombre Calev. Su esposo la observaba desde el umbral. A la luz de las velas, la veía bella y exuberante, llena de alegría y amor infinito por la nueva vida que tenía en sus brazos.

La historia se había repetido años después: muerte y vida, pesar y júbilo.

Al amanecer, Avigdor y sus cuñados colocaron el cuerpo de Mordejai en un sencillo ataúd y emprendieron el recorrido fúnebre. Los vecinos que encontraron a su paso se sumaron al cortejo, orando con ellos por el difunto. Atravesaron las calles de Eliossana que ya no volvería a pisar el anciano Bensabat. Salieron por la puerta sur de la muralla, en dirección al cementerio. Se dirigieron a la que sería su tumba, junto a la de su querida esposa Rebeca. Depositaron el cuerpo en la fosa y, tras taparlo con un tablón, lo cubrieron de tierra. Finalizado el sepelio, Avigdor comenzó el camino de vuelta. Aún sentía sobre su espalda el peso del ataúd, como una losa pesada que ahogaba su alma.

Un rayo de sol se escapó de entre las nubes iluminando algunos tejados. El día empezaba a abrir. Parecía que el sol pugnaba con las nubes e iba ganando la batalla. Divisó la ciudad y le pareció hermosa, brillaba como una perla. Su ánimo fue mudando. La tristeza se transformó en alegría. Volvió a su casa. Allí lo esperaba su familia: su esposa Lía, sus hijos Goel y Judit, y el pequeño Calev, que acababa de traer una nueva  luz a su casa.

Calev, otra alma nueva, con posibilidades ilimitadas, otra luz en el mundo.



[1] Nombre hebreo de la ciudad de Lucena.
[2] Centro de estudios de la Torá y del Talmud generalmente dirigida a varones en el judaísmo ortodoxo.
[3] Ceremonia en la que el varón, a los trece años, comienza a ser responsable de sus obligaciones religiosas.
[4] Palabra hebrea que significa “paz”. Se utiliza como saludo y equivale a “hola” o “adiós”.
[5] Festividad hebrea de Año Nuevo.

CON ESTE RELATO OBTUVE UN ACCÉSIT EX AEQUO EN EL CONCURSO QUE SE CONVOCÓ ENTRE LOS PARTICIPANTES DEL TALLER DE ESCRITURA «RELATOS DE SEFARAD», IMPARTIDO POR DON JOSÉ CALVO POYATO EN LUCENA, DEL 11 AL 15 DE FEBRERO DE 2013.

A CONTINUACIÓN, OS DEJO ALGUNAS FOTOGRAFÍAS RELACIONADAS CON EL EVENTO.


 

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