El otoño de 994 llegó implacable
a Eliossana[1],
impregnando sus muros de gélidos
amaneceres, cielos grises y aires recios que azotaban los árboles haciendo caer
las primeras hojas. Una mañana de mediados de noviembre, Avigdor Bensabat y su
hijo mayor, Goel, caminaban, como todos los días, rumbo a la Academia, que se
encontraba junto a la Sinagoga, a pocas calles de su casa. Goel acudía a la
Yeshiva[2],
donde ya estaba preparando su ceremonia de Bar Mitzvah[3],
que tendría lugar la siguiente primavera. Avigdor se despidió del joven con un
apretón en el hombro, sin pronunciar una palabra, distraído. En su camino, se
había cruzado con varios vecinos, los que habitualmente encontraba cada mañana,
a esa misma hora, en idéntico recorrido, los mismos a los que solía saludar
alegremente y con afecto. Sin embargo, esa mañana, lo hizo con apenas un
movimiento de cabeza, sin reparar en
ninguno de ellos. Sus labios sólo acertaban a pronunciar algún inaudible “Shalom”[4].
Estaba inquieto por la situación
que dejaba en casa. Su padre, Mordejai, se hallaba gravemente enfermo, postrado
en cama desde hacía dos días; y su esposa, Lía, que culminaba su tercer
embarazo, había pasado la noche entre sobresaltos, buscando infructuosamente
una postura cómoda que le ayudara a conciliar el sueño. Se repetía a sí mismo
que los había dejado en buenas manos, atendidos por Limor y Aluma, las hermanas
más jóvenes de Lía.
Pensaba en Lía, en su avanzado
estado, pero no sentía un verdadero temor, sólo el nerviosismo habitual ante un
nuevo alumbramiento. Su esposa ya había dado a luz dos veces y en ambas
ocasiones había demostrado su increíble fortaleza. Descendía de una familia de
individuos robustos y longevos. Sus suegros aún vivían y gozaban de buena
salud. Habían tenido seis hijos, y cuatro de ellos ya les habían dado un total
de quince nietos, todos sanos.
Era su padre, Mordejai, el
principal motivo de su preocupación. Su ya debilitada salud se había agravado
durante las últimas semanas. Ciertamente, ellos no poseían el vigor que habrían
deseado.
La mañana pasaba lenta. Avigdor
no lograba deshacerse de la angustia que le oprimía el pecho. Deseaba que
llegara la hora del almuerzo para volver a casa y comprobar cómo iba todo. No
conseguía concentrarse. Tenía que concluir la traducción de un texto escrito en
árabe, su especialidad, pero no acababa de terminar una frase cuando su mente
ya estaba divagando y su pensamiento volaba sobre los tejados, atravesando
calles y plazas, hasta la alcoba de su padre. Estaba de nuevo haciendo un
esfuerzo por introducirse en el trabajo cuando irrumpió Rut, una de las
sobrinas de Lía, apremiándole a volver a casa. Mientras hacían el camino de
vuelta, la joven le explicó el doble motivo de tanta urgencia: Lía había roto
aguas y empezaba a tener dolores muy fuertes de parto, Mordejai había empeorado
y respiraba con mucha dificultad. Ya habían avisado al médico. Avigdor tenía un
mal presentimiento. Sentía cómo las piernas no le respondían. Quería correr,
avanzar más, pero sus pies semejaban bloques de piedra y sus rodillas estaban
rígidas, lo que le impedía acelerar el paso. Las calles parecían alargarse.
Llegó a su casa empapado en un sudor frío que le recorría todo el cuerpo.
Lía se encontraba en la cocina,
con su madre y sus hermanas. Estaba de pie, apoyando las manos sobre la mesa,
con los puños apretados. Así había visto en las anteriores ocasiones a su
esposa sobrellevar las contracciones que precedían al parto. Avigdor sabía que
ella, aunque le insistiera hasta la saciedad, continuaría con sus labores
hogareñas hasta el último momento, cuando ya el nacimiento fuese inminente.
Sólo entonces se encamaría. La besó en la frente y ella le devolvió una dulce
mirada. Se dirigió entonces a la habitación de su padre. Yacía en el lecho,
incorporado gracias a unos almohadones. Su respiración era débil y
entrecortada, y el color de su piel se había tornado de un gris azulado. A su
lado, el médico, con gesto severo, miró a Avigdor, negando con la cabeza.
Convinieron en que era el momento de requerir la presencia del rabino Menkes.
Mientras tanto, Avigdor se sentó junto al lecho, tomó la mano de su padre, oró
en silencio y rememoró la historia del hombre que tenía ante sí.
Mordejai Bensabat había heredado
una vasta extensión de viñedos al este de Eliossana, un modesto lagar y una
bodega. Desde temprana edad había trabajado en sus tierras, haciendo aún más
próspero el negocio familiar. Se había unido en matrimonio a Rebeca, una
hermosa joven a la que conocía desde la niñez. Ambos habían perdido
prematuramente a sus padres y hermanos, y ansiaban formar su propia familia.
Rebeca quedó encinta y pronto se verían cumplidos sus deseos. El primer día de
la celebración de Rosh Hashanah[5]
del año 957, dio a luz a un varón. Lamentablemente, su débil naturaleza no pudo
soportar un parto complicado que acabó con su vida tras el alumbramiento de su
primogénito, dejando a su joven esposo totalmente desolado. Mientras la ciudad
celebraba con algarabía el año nuevo, en el hogar de Bensabat reinaba la
pesadumbre. Para hacer su dolor más liviano, Mordejai se refugió en sus
viñedos, donde pasaba las jornadas completas, castigándose con el duro trabajo
del campo. Tras varios años de excesos, su cuerpo no resistió más y una lesión
en la espalda le forzó a descansar. Durante el obligado reposo, Mordejai
reflexionó y fue consciente del error que había cometido recreándose en su
amargura, la misma que le había alejado de su único hijo, que ya había cumplido
quince años. Lo amaba y decidió que a partir de ese momento todo sería
diferente. Arrendó sus viñedos, así cuidaría su delicado estado de salud y al
mismo tiempo evitaría que su hijo corriese su misma suerte. Decidió que su hijo
cultivaría las letras en lugar de las cepas. Consiguió que el maestro y erudito
Ishaq ibn Chicatella tomara como discípulo a Avigdor para instruirle en
Gramática Hebrea y Filología y Literatura Árabes. El joven destacó desde el
principio, y, con los años, pasó de ser
un alumno aventajado a un profesor muy querido y un codiciado traductor
de las letras árabes. Todo lo que era, se lo debía a su padre.
Cuando llegó el rabino, Mordejai
Bensabat ya había empezado a abandonar este mundo. Aún así, Menkes recitó las
oraciones junto al moribundo para confortarle en su último aliento.
Cumpliendo con todos los
preceptos, comprobaron la falta de pulso y de latidos de su corazón, le
colocaron una pluma en los labios que certificó que Mordejai ya no respiraba.
Un golpe seco con el mazo sobre el cráneo y el médico pudo dictaminar la
muerte. Avigdor cerró los ojos de su padre que ya no verían más el sol. Sus
cuñados le ayudaron a amortajar el cadáver. Siguiendo la tradición, lo lavaron
minuciosamente, le rasuraron el pelo, le cortaron las uñas y cubrieron su
cuerpo desnudo con un paño blanco.
Dejaron una vela encendida y salieron de la estancia para recitar los salmos
por el difunto.
Bien entrada la madrugada, Lía
alumbró un varón que llevaría por nombre Calev. Su esposo la observaba desde el
umbral. A la luz de las velas, la veía bella y exuberante, llena de alegría y
amor infinito por la nueva vida que tenía en sus brazos.
La historia se había repetido
años después: muerte y vida, pesar y júbilo.
Al amanecer, Avigdor y sus
cuñados colocaron el cuerpo de Mordejai en un sencillo ataúd y emprendieron el
recorrido fúnebre. Los vecinos que encontraron a su paso se sumaron al cortejo,
orando con ellos por el difunto. Atravesaron las calles de Eliossana que ya no
volvería a pisar el anciano Bensabat. Salieron por la puerta sur de la muralla,
en dirección al cementerio. Se dirigieron a la que sería su tumba, junto a la
de su querida esposa Rebeca. Depositaron el cuerpo en la fosa y, tras taparlo
con un tablón, lo cubrieron de tierra. Finalizado el sepelio, Avigdor comenzó
el camino de vuelta. Aún sentía sobre su espalda el peso del ataúd, como una
losa pesada que ahogaba su alma.
Un rayo de sol se escapó de
entre las nubes iluminando algunos tejados. El día empezaba a abrir. Parecía
que el sol pugnaba con las nubes e iba ganando la batalla. Divisó la ciudad y
le pareció hermosa, brillaba como una perla. Su ánimo fue mudando. La tristeza
se transformó en alegría. Volvió a su casa. Allí lo esperaba su familia: su
esposa Lía, sus hijos Goel y Judit, y el pequeño Calev, que acababa de traer
una nueva luz a su casa.
Calev, otra alma nueva, con
posibilidades ilimitadas, otra luz en el mundo.
[1] Nombre
hebreo de la ciudad de Lucena.
[2] Centro
de estudios de la Torá y del Talmud generalmente dirigida a varones en el
judaísmo ortodoxo.
[3]
Ceremonia en la que el varón, a los trece años, comienza a ser responsable de
sus obligaciones religiosas.
[4] Palabra
hebrea que significa “paz”. Se utiliza como saludo y equivale a “hola” o
“adiós”.
[5]
Festividad hebrea de Año Nuevo.
CON ESTE RELATO OBTUVE UN ACCÉSIT EX AEQUO EN EL CONCURSO QUE SE CONVOCÓ ENTRE LOS PARTICIPANTES DEL TALLER DE ESCRITURA «RELATOS DE SEFARAD», IMPARTIDO POR DON JOSÉ CALVO POYATO EN LUCENA, DEL 11 AL 15 DE FEBRERO DE 2013.
A CONTINUACIÓN, OS DEJO ALGUNAS FOTOGRAFÍAS RELACIONADAS CON EL EVENTO.
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