Rosita contaba once años y era la mayor de cinco
hermanos. Malvivían del campo en la
aldea de Zambra y tanta era su miseria que sus padres, preocupados por tantas
bocas a las que dar de comer, aceptaron el ofrecimiento de Alfonsa, una vecina que
llevaba varios años trabajando para los marqueses de Torreblanca. Su señora se
encontraba en avanzado estado de gestación, pronto nacería su primer hijo e
iban a necesitar ayuda, por lo que les propuso llevarse a Rosita con ella. La
niña no sabía leer ni escribir, pero desde muy pequeña había aprendido todas
las labores de la casa y del cuidado de las criaturas, era hacendosa, callada y
obediente. Su marcha, aunque dolorosa, sería un alivio a sus penurias.
Una mañana de finales de enero de 1746, cuando los
rayos del sol aún se ocultaban detrás de las colinas, Rosita se dispuso a
emprender el viaje más largo de su vida. Su madre la abrigó a conciencia
cubriéndola con mantas de lana para guarecer su escuálido cuerpo infantil del
frío invernal. La abrazó fuertemente y con ternura y le besó las pálidas mejillas.
—Sé fuerte, hija mía. Verás qué bien vas a estar—,
le dijo como despedida conteniéndose las lágrimas.
Rosita subió con su padre al carro que, tirado por
una mula, la llevaría de Zambra a Lucena. La madre permaneció inmóvil hasta que
los perdió de vista y, con el corazón roto, rompió en un llanto desconsolado
que no la abandonó hasta que horas más tarde cayó rendida y agotada.
El viaje les llevó casi toda la jornada. Rosita
estaba aterida y le dolía todo el cuerpo, pero cuando entraron en Lucena se
irguió asombrada con los ojos y la boca muy abiertos, impactada ante la visión
que le ofrecía la ciudad: calles amplias y bulliciosas, interminables hileras de imponentes casas con
fachadas ricamente adornadas, iglesias monumentales, colosales carruajes tirados por briosos
caballos y una extraordinaria plaza arbolada. Nunca había salido de su aldea, por lo que
todo le parecía desmesurado y ella se sentía aún más pequeña.
Al llegar a la casa del marqués, que ocupaba una
extensa esquina y tenía su entrada en la calle de San Pedro, Rosita temblaba
como una hoja y sentía que se iba a desmayar de la impresión. Nunca había
imaginado una edificación de tamañas proporciones, estaba segura de que se
perdería dentro de esa mansión en la que podrían vivir juntos todos los habitantes
de su aldea y aún así sobraría espacio. Alfonsa la recibió con alegría y tranquilizó
al padre de la joven.
—No se preocupe por nada, que no la voy a dejar ni
a sol ni a sombra; aquí se va a hacer una mujercita y no le va a faltar de nada.
Se sintió
desvalida al ver a su padre alejarse, pero Alfonsa se ocupó de que comiese
debidamente y, con el estómago lleno y exhausta por el viaje y tantas emociones,
durmió plácidamente.
A la mañana siguiente, la presentaron ante sus
señores, don Antonio y doña Constanza, que se encontraba recostada en un diván con las manos
sobre su abultado vientre.
—Ven aquí, Rosita, que te vea. ¡Pero si sólo eres
una niña! ¡Y qué flaca estás! Alfonsa, ocúpese de que esta jovencita esté bien
alimentada y se ponga fuerte, que aquí hay mucha tarea.
Poco a poco y a base de duro trabajo, Rosita se
fue robusteciendo y conociendo cada rincón de la casa, donde siempre había algo
que hacer, pues todo se estaba acondicionando para la llegada del primogénito.
Se arreglaron y lustraron todas las alcobas, salones y saloncitos, corredores y
galerías, donde se acumulaban todo tipo
de muebles, cuadros, espejos y esculturas, además de cortinas y tapicerías.
Todo quedó dispuesto y reluciente a tiempo.
Doña Constanza se puso de parto a finales de
marzo, recién entrada la primavera. Todo eran carreras de aquí para allá,
nervios ante el inminente alumbramiento y gritos desgarradores de la
parturienta. Nada de eso era nuevo ni impresionó a Rosita, que había visto
nacer a sus hermanos. Nació un varón sano y fuerte. Con la más extrema
sencillez y naturalidad, y ante la grata sorpresa de doña Constanza, Rosita se
ocupó desde el principio de atender a la criatura, por la que sintió un afecto
especial desde la primera vez que la acunó entre sus brazos, afecto que
conservaría intacto toda su vida.
Para celebrar la llegada del recién nacido,
cocinaron en los fogones ollas de chocolate y docenas de dulces para ofrecer a
las numerosas visitas que acudieron a conocer al pequeño futuro marqués, y
Rosita fue enviada a repartir limosnas y donativos a todos los conventos de
Lucena como gratitud por el venturoso nacimiento.
El pequeño fue bautizado en la parroquia de San
Mateo por su tío, el sacerdote Martín de
Mora, y apadrinado por el carmelita descalzo Fray Domingo de la Asunción. Era
el 26 de marzo de 1746 y el nombre elegido fue Pedro Pablo, destinado a ser el
II marqués de Torreblanca, título que Carlos VII, Rey de Nápoles y Sicilia,
había concedido unos años antes a su padre, don Antonio Curado.
Hubo más nacimientos en la casa de los
Torreblanca, pero Rosita siempre tuvo predilección por Pedro Pablo, al que vio crecer,
hacerse un hombre y casarse. También cuidó de su numerosa descendencia con el
mismo cariño con el que lo había hecho con él. Discretamente, fue testigo de
todas sus alegrías y desdichas y padeció las tribulaciones políticas y
personales que afectaron al marqués y a su familia, velando siempre por su bienestar. Sin esperar
nada a cambio, tal y como proceden las almas más puras de corazón, dedicó su
vida a trabajar con ahínco, afán y devoción, sin demostrar sufrimiento, pena o
fatiga. Se aplicó en hacer de su existencia un ejemplo de lealtad,
responsabilidad y compromiso.
Siendo ya muy mayor, con la satisfacción del deber
cumplido, volvió a la aldea de Zambra para acabar sus días. Como es de
justicia, Rosita recogió los frutos que había sembrado y recibió de los suyos
amor, consideración, cuidado y respeto en abundancia. Cuando falleció, todos los
vecinos de la aldea la despidieron con tristeza y colocaron en su tumba una
lápida que decía: “Aquí yace Rosita, La
Marquesa”.
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