Voy a soñar que estoy sentada ante el viejo buró, con tintero y pluma en mano, y que tengo todo el tiempo del mundo... porque soñar no cuesta nada.

miércoles, 19 de marzo de 2014

LA MARQUESA


Rosita contaba once años y era la mayor de cinco hermanos.  Malvivían del campo en la aldea de Zambra y tanta era su miseria que sus padres, preocupados por tantas bocas a las que dar de comer, aceptaron el ofrecimiento de Alfonsa, una vecina que llevaba varios años trabajando para los marqueses de Torreblanca. Su señora se encontraba en avanzado estado de gestación, pronto nacería su primer hijo e iban a necesitar ayuda, por lo que les propuso llevarse a Rosita con ella. La niña no sabía leer ni escribir, pero desde muy pequeña había aprendido todas las labores de la casa y del cuidado de las criaturas, era hacendosa, callada y obediente. Su marcha, aunque dolorosa, sería un alivio a sus penurias.

Una mañana de finales de enero de 1746, cuando los rayos del sol aún se ocultaban detrás de las colinas, Rosita se dispuso a emprender el viaje más largo de su vida. Su madre la abrigó a conciencia cubriéndola con mantas de lana para guarecer su escuálido cuerpo infantil del frío invernal. La abrazó fuertemente y con ternura y le besó las pálidas mejillas.

—Sé fuerte, hija mía. Verás qué bien vas a estar—, le dijo como despedida conteniéndose las lágrimas.

Rosita subió con su padre al carro que, tirado por una mula, la llevaría de Zambra a Lucena. La madre permaneció inmóvil hasta que los perdió de vista y, con el corazón roto, rompió en un llanto desconsolado que no la abandonó hasta que horas más tarde cayó rendida y agotada.

El viaje les llevó casi toda la jornada. Rosita estaba aterida y le dolía todo el cuerpo, pero cuando entraron en Lucena se irguió asombrada con los ojos y la boca muy abiertos, impactada ante la visión que le ofrecía la ciudad: calles amplias y bulliciosas,  interminables hileras de imponentes casas con fachadas ricamente adornadas, iglesias monumentales,  colosales carruajes tirados por briosos caballos y una extraordinaria plaza arbolada.  Nunca había salido de su aldea, por lo que todo le parecía desmesurado y ella se sentía aún más pequeña.

Al llegar a la casa del marqués, que ocupaba una extensa esquina y tenía su entrada en la calle de San Pedro, Rosita temblaba como una hoja y sentía que se iba a desmayar de la impresión. Nunca había imaginado una edificación de tamañas proporciones, estaba segura de que se perdería dentro de esa mansión en la que podrían vivir juntos todos los habitantes de su aldea y aún así sobraría espacio. Alfonsa la recibió con alegría y tranquilizó al padre de la joven.

—No se preocupe por nada, que no la voy a dejar ni a sol ni a sombra; aquí se va a hacer una mujercita y no le va a faltar de nada.

 Se sintió desvalida al ver a su padre alejarse, pero Alfonsa se ocupó de que comiese debidamente y, con el estómago lleno y exhausta por el viaje y tantas emociones, durmió plácidamente.

A la mañana siguiente, la presentaron ante sus señores, don Antonio y doña Constanza, que se  encontraba recostada en un diván con las manos sobre su abultado vientre.

—Ven aquí, Rosita, que te vea. ¡Pero si sólo eres una niña! ¡Y qué flaca estás! Alfonsa, ocúpese de que esta jovencita esté bien alimentada y se ponga fuerte, que aquí hay mucha tarea.

Poco a poco y a base de duro trabajo, Rosita se fue robusteciendo y conociendo cada rincón de la casa, donde siempre había algo que hacer, pues todo se estaba acondicionando para la llegada del primogénito. Se arreglaron y lustraron todas las alcobas, salones y saloncitos, corredores y galerías,  donde se acumulaban todo tipo de muebles, cuadros, espejos y esculturas, además de cortinas y tapicerías. Todo quedó dispuesto y reluciente a tiempo.

Doña Constanza se puso de parto a finales de marzo, recién entrada la primavera. Todo eran carreras de aquí para allá, nervios ante el inminente alumbramiento y gritos desgarradores de la parturienta. Nada de eso era nuevo ni impresionó a Rosita, que había visto nacer a sus hermanos. Nació un varón sano y fuerte. Con la más extrema sencillez y naturalidad, y ante la grata sorpresa de doña Constanza, Rosita se ocupó desde el principio de atender a la criatura, por la que sintió un afecto especial desde la primera vez que la acunó entre sus brazos, afecto que conservaría intacto toda su vida.

Para celebrar la llegada del recién nacido, cocinaron en los fogones ollas de chocolate y docenas de dulces para ofrecer a las numerosas visitas que acudieron a conocer al pequeño futuro marqués, y Rosita fue enviada a repartir limosnas y donativos a todos los conventos de Lucena como gratitud por el venturoso nacimiento.

El pequeño fue bautizado en la parroquia de San Mateo por su  tío, el sacerdote Martín de Mora, y apadrinado por el carmelita descalzo Fray Domingo de la Asunción. Era el 26 de marzo de 1746 y el nombre elegido fue Pedro Pablo, destinado a ser el II marqués de Torreblanca, título que Carlos VII, Rey de Nápoles y Sicilia, había concedido unos años antes a su padre, don Antonio Curado.

Hubo más nacimientos en la casa de los Torreblanca, pero Rosita siempre tuvo predilección por Pedro Pablo, al que vio crecer, hacerse un hombre y casarse. También cuidó de su numerosa descendencia con el mismo cariño con el que lo había hecho con él. Discretamente, fue testigo de todas sus alegrías y desdichas y padeció las tribulaciones políticas y personales que afectaron al marqués y a su familia,  velando siempre por su bienestar. Sin esperar nada a cambio, tal y como proceden las almas más puras de corazón, dedicó su vida a trabajar con ahínco, afán y devoción, sin demostrar sufrimiento, pena o fatiga. Se aplicó en hacer de su existencia un ejemplo de lealtad, responsabilidad y compromiso.

Siendo ya muy mayor, con la satisfacción del deber cumplido, volvió a la aldea de Zambra para acabar sus días. Como es de justicia, Rosita recogió los frutos que había sembrado y recibió de los suyos amor, consideración, cuidado y respeto en abundancia. Cuando falleció, todos los vecinos de la aldea la despidieron con tristeza y colocaron en su tumba una lápida que decía: “Aquí yace Rosita, La Marquesa”.

 

 

 
RELATO PUBLICADO EN EL PRIMER NÚMERO DE LA REVISTA SOLIDARIA DEL CÍRCULO LUCENTINO «CASINO AL DÍA».

 

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